Eduardo Uriarte-Editores
Ignacio Valera ha manifestado en diferentes ocasiones que a lo largo del tiempo no ha existido un PSOE sino varios. Su conocimiento y autoridad en el tema me anima a entrar por aquí en la crisis actual de dicho partido.
Efectivamente, en su origen hubo un PSOE revolucionario y obrerista, influido ideológicamente por el anarquismo en su desprecio a la democracia liberal, aunque en pugna fratricida con él. Posteriormente, en su evolución surgió, sin que desapareciera en las bases militantes mitos y concepciones de su origen, un socialismo tolerante influenciado por ese, en principio, denostado liberalismo, representado respectivamente por Besteiro y Fernando de los Ríos, hasta acceder a un cierto socialismo imbuido por el exótico, en España, republicanismo, como es el caso de Indalecio Prieto, enfrentado siempre al sindicalista Largo Caballero. Vino la guerra y tras ella la dictadura en la que se daba al PSOE por desaparecido, mantenida únicamente su llama en reducidos grupos en zonas fabriles del País Vasco y Asturias,
La Transición posibilitó, no sin el esfuerzo de sus líderes en un partido que orgánicamente se formaba, un social-liberalismo democrático en evidente contradicción con sus orígenes, aunque el desarrollo de la organización fuera recogiendo paulatinamente aspectos radicales no coherentes con la línea marcada por Felipe González. Todo un abanico, pues, a lo largo de sus casi siglo y medio de existencia de diferentes opciones ideológicas y prácticas bajo un solo nombre.
Es curioso que sea en este momento, bajo la nueva fase liderada por Sánchez, caracterizada por un socialismo populista, y por lo tanto, muy conectado con la demagogia, los mitos agresivos y frentistas de sus orígenes, cuando se le ocurre lanzar la idea de la Memoria Democrática. Lo hace, no tanto para hacer apología de la democracia sino para apuntalar el muro de separación con la derecha liberal a la que considera hija de la dictadura fascista. Sin embargo, el PSOE, como otros partidos españoles, poco alarde puede realizar de compromiso democrático, pues su defensa, salvo casos personales y en contradicción con lo más combativo de sus bases, no dejan de ser excepcionales. El PSOE que rememora la II Republica como un referente de democracia nunca fue republicano, sino que la instrumentalizó para llevar a cabo su verdadero fin, la revolución social. Prieto estuvo en el Pacto de San Sebastián, el acuerdo entre las formaciones republicanas que hiciera posible el advenimiento de la República, no sin problemas con su partido y a título personal, de mero observador. Y si la derecha no dejó de conspirar contra ella, el PSOE se opuso al voto femenino propuesto por el partido Radical Republicano. Su protagonismo en la Revolución de Asturias, de naturaleza claramente bolchevique, constituyó el primer golpe armado importante que padeciera la II República -justificado en que gobernaban las derechas-. Acontecimiento sangriento de grave repercusión que impulsó la reacción de la derecha y de amplios sectores del Ejército que dispusieron de la coartada, y el suficiente apoyo internacional, para llevar a cabo el cruento levantamiento que finalizara en una dictadura de cuarenta años, abandonada España por las democracias vecinas. Tras la autocrítica de Pietro en su exilio mejicano, en Suresnes parecía que el socialismo español había aprendido la lección.
En la actual situación de totalismo socialista, de inestabilidad institucional e ineficacia en la gestión, el recuerdo de la década larga de gobierno del socialismo felipista por lo que supuso de confirmación de la Transición, estabilidad democrática, solución del problema militar, y prestigio internacional de España, causa admiración. Sin embargo, en la caída de González ya se comentaba, proveniente del Reino Unido y Francia, la necesidad de un Bing Bang en la socialdemocracia que posibilitara su refundación o nueva concepción, pero nunca se hizo. Le mandé un telegrama a González tras su dimisión: “Bien venido al intelectual inorgánico” (puesto que a esas alturas de mi militancia había descubierto que no existía intelectual en lo orgánico). No hubo contestación.
Si importa el color del gato
No sólo hay que conformarse con que cacen ratones sino que debiera haberse explicado por qué se asumía una democracia, y los valores que entrañaba, como la surgida del consenso de la Transición. Nadie perdió el tiempo en explicarlo. Tras la dimisión de González gran parte de profesionales e intelectuales que daban prestigio al partido fueron desapareciendo de sus puestos estelares para dar paso a compañeros militantes jóvenes llegados en aluvión a los pasillos de las casas del pueblo durante los años de gloria socialista. Felipe, que supo enfrentarse a su partido con el abandono del marxismo, en el terreno sindical, y en el asunto de OTAN, no estuvo en la tarea de modificar ideológicamente las concepciones guerracivilistas de las bases encubriendo esta tara para la convivencia política de la nación bajo la capa del pragmatismo. Capa que desapareció en cuanto él se fue.
El problema de no fijarse en los colores de los gatos es que con ellos se cuelan las mofetas, y así, a medio plazo, la definición de nación para muchos cuadros que accedieron al poder es la de un espacio donde hacerse millonarios. Democracia, la maldad de la derecha, la guerra civil, los derechos de la mujer, de los trabajadores, etc., es la sal gorda -los brochazos de brocha gorda, que diría Brecht- de una ideología que permite la arbitrariedad, el cesarismo y la corrupción apoyado, por demás, en un ambiente woke tan bienintencionado como acráticamente nefasto. Un presidente, González, que dimitió porque no podía aprobar sus presupuestos acabó sucedido por uno que lleva toda una legislatura sin ellos, y, además, no le da la importancia que se merece a este fallo abismal en una democracia. Felipe debió de perder algún tiempo en reformular ideológicamente a sus bases, lo que no hubiera permitido la conversión de su acción socio-liberal en antesala de los bárbaros que accedieron al poder sin saber lo que era una nación, pero que tenían muy claro lo que era el hacer negocio con ella. Quizás, la cultura de la que tenían a gala los viejos socialistas dejó de ser tabernaria para ser de burdel.
No creo que la situación hubiera sido muy diferente con otro líder que no fuera Sánchez. La retirada de Rubalcaba fue absolutamente sintomática. A los vicios del partido se suman hoy un marco institucional y una subcultura para políticos, creada por la partitocracia, que tiende a menospreciar la cosa pública y elevar la prepotencia del dirigente. Quizás una refundación tras la crisis provocada por la dimisión de González hubiera podido paliar la tendencia hacia la implosión del socialismo, pero hoy, ya, es demasiado tarde. Lo más grave será que los retales obreristas que se dispersen en el mapa político caerán en las fauces del populismo de la extrema derecha, como ha sucedido en nuestros países vecinos. Asistimos, pues, a una agonía del socialismo conocida ya en Italia y Francia, y que la fórmula bolivariana adoptada en España no va a evitar.