ANDRÉS BETANCOR-El Mundo
Alerta el autor sobre la incapacidad del liberalismo para recuperar sus originales sentimientos y valores y proponer el desarrollo de los nuevos derechos ciudadanos que demanda la actual realidad tecnológica.
Sin embargo, con anterioridad, su libro La teoría de los sentimientos morales (1759) comenzaba con la siguiente afirmación: «Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla». Y extrae la siguiente consecuencia: «Quien no está dispuesto a respetar las leyes y a obedecer al magistrado no es un ciudadano, y quien no aspira a promover, por todos los medios a su alcance, el bienestar del conjunto de sus compatriotas no es ciertamente un buen ciudadano».
El Smith del egoísmo «desatado» es el mismo que apela al «buen ciudadano», interesado por los demás y por su felicidad. Los avatares históricos han alentado un liberalismo político «sin sentimientos». Martha Nussbaum aporta una explicación: se da por supuesto, sin necesidad de demostración alguna, la tesis de la naturaleza humana como la del ser egoísta centrado exclusivamente en la persecución de sus intereses.
El liberalismo político se ha centrado en las instituciones (mercado y Estado); en perseguir el mejor mercado (libre, sin interferencias) y el mejor Estado (eficiente en sus limitadas funciones), al servicio del hombre racional, entregado a sus intereses. Como lo caricaturizara Jonathan Haidt, el homo aeconomicus, el que todo lo convierte en un acto racional guiado por la satisfacción de sus intereses, como la elección del kétchup en el estante del supermercado.
La moderna psicología y, en particular, la denominada moral, muestra a un ser humano más complejo, no reducido a los intereses, en el que sobresalen las intuiciones, la pulsión grupal y otras para trenzar la cooperación a partir del grupo reducido (familia). Haidt ha llegado a hablar del «delirio racionalista» y ha explicado que el cerebro es un jinete (razón) a lomos de un elefante (intuición). Aquel está al servicio, como adelantó David Hume, de éste.
Lo que el liberalismo gana por la cabeza (razón), lo pierde por el corazón (sentimientos). La aspiración del buen ciudadano de Smith a promover, por todos los medios, el bienestar social, queda relegada. El olvido del corazón tiene su precio. El éxito histórico del liberalismo se ve comprometido. Una ideología que ha triunfado, configurando nuestra realidad institucional (el «fin de la Historia»), no tiene, en cambio, en la batalla política, la victoria que le corresponde. Vivimos en una realidad liberal, pero políticamente se odia al liberalismo. Es inmensa la distancia entre lo que somos (liberales) y lo que le gustaría ser a la mayoría (antiliberales). ¿Por qué el liberalismo es un magnífico arquitecto o ingeniero social, pero, en cambio, no tiene, al menos entre nosotros, éxito político? No se acompañan el éxito institucional y el político.
Se han olvidado los sentimientos; los construidos sobre emociones, como argumenta Nussbaum, que se deben institucionalizar para que ganen en estabilidad y promuevan el cambio, en leyes, pero fundamentalmente en derechos. La preterición de aquellos ha afectado, también, a éstos. El liberalismo político ha desplazado el discurso de los derechos; lo que está en su origen mismo: la libertad, la propiedad, la tolerancia, la igualdad. Ahora es particularmente pertinente su recuperación. Ha cambiado dramáticamente el marco de convivencia; refulge con inusitada intensidad la necesidad de la defensa de los derechos ante las nuevas amenazas que pueden ser, incluso, decisivas. Se van colando entre nosotros de manera inadvertida.
Recientemente, el legislador ha aprobado la modificación de la legislación electoral a los efectos de permitir a los partidos políticos, en el marco de sus actividades electorales, «la recopilación de datos personales relativos a las opiniones políticas de las personas» (art. 58 bis Ley orgánica 5/1985, añadido por la Ley orgánica 3/2018). El que los partidos puedan elaborar perfiles ideológicos de los ciudadanos es la puerta de entrada a la sacrosanta intimidad protegida por la libertad ideológica y de pensamiento. Superada esa barrera, son imaginables los atropellos que se pueden cometer. No sólo la manipulación política, y el condicionamiento del voto, con la consecuente alteración del resultado electoral, base de nuestro sistema democrático, sino también otros como las listas negras para la obtención de beneficios públicos o el acceso al empleo público.
No es una exageración. El caso más sobresaliente, conocido por la opinión pública, ha sido el de Cambridge Analytica. Una empresa que llevó a cabo el tratamiento ilícito de datos personales para influir en los votantes tanto en Estados Unidos (la elección de Trump) como en Europa (el referéndum del Brexit). Los métodos utilizados, su ilegalidad, pero también su efectividad, han suscitado una inmensa preocupación sobre el uso del big data, la inteligencia artificial y la aplicación del microtargeting al servicio de la manipulación electoral.
Sin embargo, nuestra política sigue, todavía, en las coordenadas del siglo XX. Por ejemplo, se considera más relevante la multa por la falta de consideración a los agentes de la autoridad (la famosa «mordaza» de la ley de seguridad ciudadana) que violentar la intimidad de millones de personas con listas ideológicas. Que aquella sea una reforma de la derecha le da una pátina de sospecha de la que no disfruta la reforma electoral impulsada por la izquierda. El sectarismo no entiende de hechos; al contrario, los desconoce.
Los liberales no están comprendiendo el cambio. Entretenidos con mercados y Estados, no hablan de libertades. No hablan de la importancia de los sentimientos que los derechos articulan; los que dan estabilidad a la aspiración del buen ciudadano de Smith. No se puede ser buen ciudadano sin la aspiración a que la sociedad mejore. Y no puede ser mejor aquella sociedad en la que se puede arrumbar la intimidad y conocer, para manipular, a la opinión política e ideológica de cada uno de nosotros. Preocupan las fake news pero no el que los partidos puedan dar la patada a la puerta que preserva nuestra intimidad.
LA UNIVERSIDAD de Deusto presentó a fines del 2018 una de las más loables iniciativas de actualización de los derechos fundamentales en el entorno digital. En la Declaración presentada, se enumeran los nuevos derechos que deberían ser objeto de reconocimiento: al olvido y a la desconexión en internet, al legado digital, a la protección de la integridad personal ante la tecnología, a la libertad de expresión en la red, a la identidad personal digital, a la privacidad en entornos tecnológicos, a la transparencia y responsabilidad en el uso de algoritmos, a disponer de una última instancia humana en las decisiones de sistemas expertos, a la igualdad de oportunidades en la economía digital, a las garantías de los consumidores en el comercio digital, a la propiedad intelectual en la red, a la accesibilidad universal a internet, a la alfabetización digital, a la imparcialidad de la red, y a una red segura.
Es muy elocuente el que esta propuesta se haga desde los valores del humanismo cristiano. En cambio, el liberalismo no está siendo capaz ni de ofrecer, recuperando valores y sentimientos originales, una propuesta de derechos. Es imprescindible que lo haga para contribuir a la lucha por los derechos en el mundo de los algoritmos. Los derechos que han de hacer posible, en las nuevas coordenadas tecnológicas que ofrecen tantas posibilidades invasivas, que podamos definir, en nuestra más íntima autodeterminación, la senda a la felicidad y logremos ser los «buenos ciudadanos» a los que se refiere Smith, en la sociedad aspirada de justicia y libertad.
Andrés Betancor es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Pompeu Fabra.