- Si la culpa es del sistema, no es de un mal gobierno; si el sistema ha fallado, lo que se impone el cambio del modelo y no el cambio del gobierno que no ha sabido hacerlo funcionar con eficacia
El mayor logro que podría alcanzar la política abrasiva de Pedro Sánchez sería que la sociedad española llegara a convencerse de que nuestros problemas no son producto de las maneras de un gobernante tóxico sino un fallo general del sistema. Algo de eso hemos visto en estas semanas de escandalera política a cuenta de la ola de incendios; decenas de analistas se han lanzado a sentenciar con toda rotundidad el fracaso de la descentralización autonómica, que es tanto como constatar el fracaso de nuestro modelo constitucional.
Para Sánchez y sus socios esa descalificación general del sistema, a la que también se apuntan con entusiasmo algunas voces de la derecha, es un auténtico chollo. Si la culpa es del sistema, no es de un mal gobierno; si el sistema ha fallado, lo que se impone el cambio del modelo y no el cambio del gobierno que no ha sabido hacerlo funcionar con eficacia. Un ligero repaso a las comparecencias de los ministros ante el Senado esta semana pone de manifiesto que hubo una estrategia clara de ataque a los gobiernos autonómicos con una virulencia que nunca se había visto hasta ahora. Si este incendio político lo inició Oscar Puente con sus tuits, sus colegas de consejo de ministros, lejos de apagarlo, han seguido aventando las llamas.
Después de los incendios llegaron las amenazas del ministro de Administraciones Públicas y a la vuelta de la esquina nos espera otra bronca por la quita de la deuda y la financiación autonómica; en definitiva, una zaragata constante con las autonomías que en su mayoría gobierna la derecha.
Esta suerte de cohabitación en la que un partido tiene un gran poder territorial mientras otro tiene el gobierno de la nación no es en absoluto una circunstancia excepcional, ha ocurrido otras veces en nuestra historia reciente y ha sido fuente de lógicas peleas políticas, pero nunca se llegó a este nivel de hostilidad y deterioro. La diferencia es que los gobiernos anteriores mantenían un mínimo de lealtad institucional, sin la cual ningún modelo político puede funcionar.
El nivel de lealtad institucional del sanchismo es el mismo que el de sus socios golpistas: afrentas constantes al Rey, acoso incesante al poder judicial, desprecio al parlamento y un Tribunal Constitucional afanado en reescribir la letra de la Constitución y liquidar su espíritu. Casi lo de menos es el CIS de Tezanos o esa televisión pública convertida en Tele-Pionyang. Ni siquiera los esforzados colegas del equipo de opinión sincronizada son capaces de seguir los demarrajes antisistema de este gobierno.
Ahora les ha tocado el turno a las autonomías, en parte porque se acercan elecciones en algunas de ellas y en parte porque se niegan a aceptar este peculiar procedimiento en el que un par de territorios privilegiados imponen a los demás unos compromisos comunes de los que ellos quedan exentos. Vivimos hace tiempo en el paraíso de la arbitrariedad, de la imposición y de los agravios comparativos. Eso es lo que está reventando las costuras del sistema.
Ahora que todos nos hemos vuelto expertos en política forestal, hemos aprendido que después de un incendio pavoroso es prioritario proteger el suelo, esa tierra quemada, para que pueda recuperarse y volver a brotar la vegetación. Con nuestras instituciones ocurre algo similar; están siendo arrasadas por un gobierno desleal y divisivo. Lo peor que podríamos hacer es venir a darle la razón a Sánchez en la descalificación del sistema y con ello una excusa para lo que realmente busca: imponer un nuevo modelo a su imagen y semejanza.