JORGE EDWARDS ES ESCRITOR – ABC – 19/03/17
· Holanda tiene y siempre ha tenido una mirada puesta en Inglaterra, en el mar inglés, pero los pies bien colocados en Alemania, en Francia, en Bélgica. Le ha ganado terreno al mar, y eso es algo más que una metáfora. Es un país que entiende la unidad europea, algo que comprendí en compañía del ministro Luns hace años, y que sabe ser razonable y democrático en el voto, cosa que acaba de confirmarse. No parece mucho, pero no es poco.
Me habría extrañado mucho que Geert Wilders, con su peinado a lo Donald Trump, su retórica exagerada, su xenofobia, pudiera sacar ventaja en las elecciones holandesas. Llegó lo más lejos que podía llegar, y es de esperar que su votación, mediocre, desinflada, marque el comienzo del fin del populismo de extrema derecha en Europa.
Ahora esperamos las elecciones en Francia y Alemania con más optimismo que antes, con una confianza mayor en el estado de derecho europeo. El hecho de que Mark Rutte encuentre tiempo todas las semanas para hacer clases de formación cívica en una escuela secundaria me parece interesante, hasta simbólico. Los políticos profesionales, rutinarios, suelen no tener tiempo para nada. Tener disposición para leer, para hacer un par de clases, para asistir a un concierto, en los días que corren, es un signo de calidad, de algo que se podría llamar inteligencia tranquila. Dentro de esta tranquilidad suya, Rutte encontró firmeza para oponerse en forma rotunda a los ataques del presidente turco Erdogan, propios de un gobernante atrabiliario y de un diplomático nulo.
No soy experto en cuestiones holandesas, desde luego, pero a veces conviene conocer la experiencia de los que no son expertos. En mis lejanos años de diplomático profesional, hacia fines de la década de los sesenta, trabajé en la dirección de asuntos europeos del ministerio chileno. Un buen día me anunciaron que debería acompañar a un gran personaje de la política holandesa, el ministro Joseph Luns, durante una visita oficial suya a Chile. Me puse a estudiar al señor Luns, que pocos años después sería secretario general de la OTAN, y llegué a la rápida conclusión siguiente: había que cambiar por completo el programa de su visita.
La programación que había preparado nuestro servicio de protocolo era enteramente terrestre, de tierras adentro, poco menos que subterránea. Ahora bien, Chile y Holanda eran países de clara vocación marítima, y el señor Luns, para colmo, era un historiador naval destacado. Cambiamos el programa en un rato: al segundo día de la visita nos embarcamos en Santiago en un helicóptero de la Marina y aterrizamos en la Escuela Naval de Valparaíso, frente a un paisaje magnífico, de mar abierto visto desde una colina. La Escuela había organizado un desfile extraordinario, con uniformes de gala, bandas de música, órdenes de silbato.
Después hubo un almuerzo en el Club Naval, frente a la Plaza de la Victoria, entre instrumentos de bronce, pinturas de mar, miniaturas de barcos. A su regreso a la capital, el ministro Luns parecía flotar en su elemento propio. Estaba feliz de su largo viaje. Sólo relato aquí una experiencia diplomática, pero toda buena diplomacia es buena política, cosa que Mark Rutte probablemente sabe, y que el señor Wilders y el presidente Erdogan seguramente ignoran.
Dos años después de esa visita del ministro de Holanda a Chile, me encontraba en La Habana como jefe de la misión chilena y recibía una visita del Buque Escuela Esmeralda. Los marinos habían invitado a una recepción y reconocí a algunos de los oficiales que habían desfilado en la Escuela Naval de Valparaíso. El cuerpo diplomático había concurrido en pleno y observaba, sin mayores comentarios, el intercambio entre los marinos chilenos, tradicionales, experimentados, que habían entrado en el puerto habanero a velas desplegadas, obedeciendo órdenes de silbatos, y los marinos cubanos revolucionarios.
El viejo embajador francés, cuyo nombre recuerdo porque era casi idéntico al de Stendhal, Henri Bayle, me preguntó si los cubanos habían tenido alguna reacción «frente a la “tenida” de los marinos suyos (la tenue de vos marins)». La pregunta era curiosa, en cierto modo insidiosa, y la respuesta sobraba. También había asistido el embajador de Holanda, y me transmitió un saludo de Joseph Luns, que continuaba en el cargo de ministro de Asuntos Exteriores de su país. No había mayores comentarios, pero los uniformes, las tenidas, las actitudes, estaban llenas de lenguaje no explícito.
Cuando publiqué mi testimonio sobre todo este asunto, después del final del allendismo, un amigo español, hombre angustiado por las contradicciones de la izquierda y de la extrema izquierda, me dijo que mis páginas sobre la visita de la Esmeralda a Cuba le habían parecido sospechosas, reaccionarias, inaceptables. ¿Por qué? ¿Porque mostrar que la Marina chilena estaba bien organizada era un acto de traición, era darle argumentos al enemigo de clase?
No terminan de surgir las preguntas difíciles, mal contestadas. La verdadera reflexión, con sus inevitables conclusiones, sigue siendo incorrecta desde el punto de vista político. A propósito de Stendhal, me puse a releer en días recientes su Vida de Napoleón. Habla en alguna parte del almirante Nelson, de la batalla de Trafalgar, y en una nota colocada por él en un margen de su manuscrito hace el siguiente agregado: «Nelson y Cochrane».
Cochrane es el almirante escocés que entró a la bahía del Callao con un destacamento de marinos chilenos y conquistó el barco español que después fue bautizado con el nombre romántico de «Esmeralda». No hay ninguna necesidad de callar estos asuntos, de mirar para otro lado. Por el contrario, hay que entender. Nunca hubo una marina cubana competente, ni antes ni después de Fidel. En cambio, la marina chilena, preparada por el Lord de Escocia, era remota, modesta, pero tenía una columna vertebral sólida. Esto lo había observado a su manera el casi homónimo de Stendhal, el embajador Bayle. Y lo había intuido en Chile, durante un desfile de la Escuela Naval, el ministro holandés Joseph Luns.
Todo encuentra un sentido. Holanda tiene y siempre ha tenido una mirada puesta en Inglaterra, en el mar inglés, pero los pies bien colocados en Alemania, en Francia, en Bélgica. Le ha ganado terreno al mar, y eso es algo más que una metáfora. Es un país que entiende la unidad europea, algo que comprendí en compañía del ministro Luns hace años, y que sabe ser razonable y democrático en el voto, cosa que acaba de confirmarse. No parece mucho, pero no es poco.
JORGE EDWARDS ES ESCRITOR – ABC – 19/03/17