Arcadi Espada-El Mundo
Mi liberada:
No hay noticia a estas horas de que los dirigentes de los partidos separatistas hayan formalizado la tradicional ceremonia de felicitación al partido vencedor en las elecciones regionales de Cataluña y, en consecuencia, Inés Arrimadas haya recibido una llamada, un whatsapp, una cordialidad cualquiera de sus rivales derrotados. No os distingue, ni siquiera a ti –un buen colegio de pago y el mejor de los bocados–, la buena educación. El proceso de liberación lo ha sido también de las formas elementales del cuidado. Sin duda habrán influido las rudas maneras del agro que revela el origen de la mayoría de vuestros dirigentes. Por algo se le llama urbanidad. A la circunstancia se añade vuestro desprecio esencial por los usos democráticos, que se manifiesta por igual en los grandes gestos –la idiosincrática manera de aprobar las leyes– como en las decisiones mínimas. Pero estas evidencias son secundarias respecto a la razón última de vuestra conducta: si no felicitáis a la vencedora es porque consideráis que no existe. Vuestro sometimiento a las ficciones es legendario y maligno, pero tiene, en este caso, una larga e interesante explicación.
La historia arranca de la refundación del catalanismo político en la segunda mitad de la posguerra franquista. Tanto la derecha pujolista como la izquierda comunista tuvieron que gestionar el imponente fenómeno de la inmigración española en Cataluña, el mayor en tiempos de paz, probablemente, que se haya dado en la reciente historia de Europa. La forma de gestión fue declarar al unísono que Cataluña era un solo pueblo. El procedimiento fue el que llamaron integración. O, más precisamente, su forma pronominal: integrarse, es decir, «hacer que alguien o algo pase a formar parte de un todo». Las diferencias entre la integración y la fusión se explican también por una forma pronominal: fusionarse es «reducir a una sola dos o más cosas diferentes». Hay transparentes ejemplos españoles, el de Cataluña y el de Madrid, para cada uno de los procedimientos. Los inmigrantes aceptaron la integración y la principal de sus condiciones, que era la lingüística, y que se tradujo en el modelo de inmersión. La cercanía entre castellano y catalán facilitó su aceptación. Pero, por debajo de lo visible, las diferencias subsistían: la inmensa mayoría de los nacionalistas de todos los partidos tenía el catalán como lengua de origen.
El imaginario cultural de la comunidad sobrevenida nunca formó parte del presunto único pueblo catalán. La forma básica del adoctrinamiento en los medios de comunicación y en cualquier otra variante de integración cultural fue, sobre todo, pasiva. Consistió, escuetamente, en la invisibilidad de la otra mitad. En la escuela se difundieron falsedades sobre la historia e incluso sobre la geografía de Cataluña; pero lo más dañino fue la desaparición de la historia y la geografía españolas. De lo que hoy se llama posverdad hay ejemplos sumarísimos en la historia de TV3; pero la clave de su manipulación fue el apartamiento de las personas y las ideas desafectas. El problema principal de que el catalanismo entendiera la cultura sostenida por el Presupuesto como una forma de extensión de su programa lingüístico, y por lo tanto identitario, fue la invisibilidad de la cultura escrita en castellano: durante muchos años lo peor de la programación teatral fue que ante la obvia imposibilidad de traducir a Lope o a Lorca–a diferencia de lo que sucedía con Shakespeare o Ibsen– el teatro público en castellano se hiciera casi inexistente.
La aceptación del modelo general de integración y el acatamiento de la ficción de un solo pueblo tuvieron una contrapartida para los nacionalistas: el compromiso de respetar los vínculos con el conjunto de los españoles. La deslealtad con ese pacto tácito tuvo su prólogo en las agresiones que sufrió desde Cataluña la trama de afectos española. Menudearon, cada vez con mayor naturalidad y a veces desde figuras relevantes de la política, los comentarios xenófobos. Entre aquellos andaluces de Pujol, «un hombre anárquico, un hombre destruido, un hombre poco hecho» y el lema «España nos roba», hay un sólido hilo de continuidad, a cada tanto renovado.
En diciembre de 2003, con el inicio del gobierno de Pasqual Maragall, se dio un momento de positiva incertidumbre. Por primera vez la izquierda llegaba al poder y entre muchos ciudadanos cundió la esperanza de una cierta ecuanimidad civil. Pero la incertidumbre duró poco. La llegada de la izquierda al poder solo hizo cerrar el círculo trazado después de más de dos décadas de nacionalismo de derechas. El círculo se hizo vicioso y decretó que fuera del nacionalismo no había vida inteligente en Cataluña. En el contexto de esta decepción profunda y de este sometimiento cultural y político un grupo de catalanes dio a conocer el 7 de junio de 2005 el manifiesto seminal de Ciudadanos. Las últimas líneas decían: «Es cierto que el nacionalismo unifica transversalmente la teoría y la práctica de todos los partidos catalanes hasta ahora existentes; precisamente por ello, está lejos de representar al conjunto de la sociedad. Llamamos, pues, a los ciudadanos de Cataluña identificados con estos planteamientos a reclamar la existencia de un partido político que contribuya al restablecimiento de la realidad». El restablecimiento de la realidad era el restablecimiento de la visibilidad.
Doce años después, Ciudadanos es el primer partido de Cataluña. La razón principal es que el nacionalismo, al hacerse separatista, ha roto la cláusula establecida con la otra mitad. Las consecuencias de la victoria son importantísimas. No solo destruye cualquier posibilidad, si la hubiera, para la viabilidad del proyecto independentista: hasta el Times y el resto de la prensa extranjera más cerril comprenden la inutilidad de un proyecto antagónico al que defiende el que ya es el primer partido de la región. Pero la victoria trae, además, una sustancial novedad política: el pacto entre catalanes, cuando se produzca, habrá de fundarse sobre bases nuevas. La primera, y fundamental, es la visibilidad de todos los ciudadanos. Es en este sentido, y no en ningún otro, en el que debe anunciarse que el viejo catalanismo político ha muerto. Convendría que lo que queda del socialismo catalán lo entendiera y convendría que lo entendiera lo que queda del PP. Pero convendría, incluso, que lo entendiera profundamente Ciudadanos y que no se permitiera ninguna vacilación como la que refleja la sorprendente insinuación de Inés Arrimadas de no presentarse a la investidura. Por más que su candidatura sea parlamentariamente inviable, la ganadora de las elecciones tiene el derecho y el deber de presentar ante los ciudadanos de forma libre, rigurosa y afirmativa –y no de forma reactiva, subordinado su discurso al rechazo de la candidatura de algún perdedor– el diseño de una nueva Cataluña política. Un diseño que tal vez no pueda ahora materializarse, pero sin el cual nada puede materializarse. Porque, definitiva y felizmente, la otra mitad ha dejado de escribir ya en tinta simpática.