ABC 29/03/14
DAVID GISTAU
· Surge la tentación de aprovechar la calle, de atraerse como electorado a los que la ocupan
La primera vez que salí en un periódico, fue a los seis años, subido a un tiovivo y con una gorra del PSOE puesta. 1977. Fiesta y mitin de inauguración de campaña en un campo de fútbol de San Blas. Aparecí en una nota de color: un pueblo es. En la Ciudad de los Periodistas, cercana al Barrio del Pilar, y en cuyo edificio «Camba 3» vivíamos con rebaños de ovejas pastando todavía donde ahora hay piscinas y aspersores automáticos, se formó una pequeña caravana de coches, con los niños a bordo, en la que iban varios periodistas aún jóvenes, padres de familia más o menos recientes, que luego ganarían fama como cronistas de los primeros años del felipismo. El recuerdo que me quedó fue el del tiovivo, y eso que uno de los oradores era Mitterrand, cuyo célebre discurso de despedida en el parlamento europeo –«Le nationalisme, c ’est la guerre!»– se convertiría años más tarde en uno de los favoritos de esa mitad francesa mía cuya familia bordelesa aportó algún gaseado en las trincheras y algún prisionero en los «Stalag», devuelto con el costillar marcado, al siglo XX europeo.
En 1977, mi padre era un devoto de eso que Umbral llamó «la utopía cuatrocaminera». Del PSOE de Felipe González, cuya descomposición final, puerta de la cárcel de Guadalajara incluida, no llegó a ver. Ni por tanto, tampoco, la endeblez adolescente del ciclo de Zapatero, ni su fatuo narcisismo ideológico, ni las catastróficas consecuencias de su experimento corrector de segunda Transición que llenó de inquietud, aunque no siempre lo dijeran, a los socialistas que vieron pastar ovejas en la Ciudad de los Periodistas. Yo crecí con la aversión a las siglas, al estatalismo de la partitocracia, a su control de todo, a las máquinas de poder por el poder en cuyo seno la militancia era alienante y reducía la inteligencia a la repetición del discurso prefabricado. Pero aquel PSOE en el que creyó mi padre durante una época distinta de la mía me pareció un personaje necesario para España que nunca debía dejar de serlo. Aunque fuera como una de las caras de ese equilibrio institucional ahora tan denostado, el del bipartidismo. Un partido de Estado, en todo caso, no un aventurero redentorista como los que brotan ahora como enfermedades oportunistas en la debilidad inmunológica del sistema.
No sé si el PSOE tiene la voluntad de seguir siendo esto, no, al menos, cuando escora hacia ciertas ambigüedades preocupantes, como su falta de reflejos ante la violencia del 22-M. Se diría que, después de la derrota electoral y del estado de ruina posterior, con la refundación aún pendiente y la abrumadora acumulación de poder del PP, el PSOE percibe que la recuperación por cauces meramente institucionales puede ser tan larga que ni siquiera llegará a tiempo para la generación más veterana. Es entonces cuando surge la tentación de aprovechar la calle, de atraerse como electorado a los que la ocupan, sin detenerse ni siquiera a discernir entre descontentos y antisistemas vocacionales. A eso debía de referirse Valenciano cuando propuso en la Conferencia de Madrid un partido «más rojo». IU puede hacer ese viaje porque no abandonará por ello un espacio natural. Qué más da. Pero si el PSOE es confuso y asusta a su electorado institucional, al integrado cuando no burgués que lo quiere partido de poder homologable con Mitterand y con el primer González, entonces la victoria de Rajoy en las próximas elecciones no tendrá ni mérito, porque parecerá que sólo el PP defiende todo cuanto fue construido en mis años de tiovivo.