FERNANDO VALLESPÍN-El País
- Urge que el Partido Popular sepa a qué se está enfrentando y a partir de ahí elabore la estrategia adecuada
Esa es la cuestión para el PP: cuál deba ser su relación con la ultraderecha. Probablemente, lo más duro que le espera a Feijóo, aunque no lo único. Primero habrá de hacerse con las riendas del partido y, si quiere honrar las expectativas que ha creado, enhebrar un claro discurso de derecha europea centrada y acorde a los tiempos. Pero en esto último es donde entra de lleno su relación con Vox. Lo quiera o no, su espectro rondará siempre todos y cada uno de los pasos que vaya emprendiendo. Por eso mismo, urge que su partido sepa a qué se está enfrentando y, a partir de ahí, elabore la estrategia adecuada.
Hay una idea bien asentada en la conciencia del PP: en realidad, los votos a Vox son votos del PP descarriados. Abarcarían los de quienes en un determinado momento, a partir de la crisis catalana, sobre todo, se sintieron frustrados con la política pragmática, “indolente” e incluso apaciguadora de Rajoy, la reacción de su electorado más nacionalista y radical ante el auge del independentismo y la izquierda identitaria. Esto y no otra cosa explica por qué Casado endureció su discurso y se lanzó de cabeza a competir con ellos en antisanchismo y en cruzadas de guerras culturales. No elaboró un discurso propio; emprendió una política reactiva ante todos y cada uno de los movimientos instados por la otra parte, la del Gobierno y sus apoyos parlamentarios, y la propia de Vox. Es una estrategia que se ha mostrado fallida. Si lo que se ofrece es radicalismo, el que se acaba eligiendo es el “auténtico”, el más extremo.
Pero también juega otro factor, el más inaprensible: el liderazgo. Ayuso demostró cómo con un discurso parecido al de Casado pudo evitar su crecimiento en Madrid. Y puede que esto fuera parte de su frustración con la presidenta. Feijóo, en cambio, ofreció el ejemplo contrario: mantener a Vox en un mísero 2% del voto en Galicia con un discurso contrario, moderado e integrador. El que aquel ahora se presente como la única alternativa viable para su partido tácitamente parece significar que ha decidido apostar por esa última opción. Pero igual que España no es Madrid, España tampoco es Galicia. El discurso de galleguismo moderado de Feijóo puede liquidar al españolismo extremo de Vox en dicho territorio, mas ¿cómo reajustarlo a las condiciones generales del país?
Por esos golpes de suerte con los que a veces se encuentran algunos líderes, a Feijóo le ha venido a ayudar la invasión rusa de Ucrania. La sacudida que está suponiendo para la conciencia democrática europea creo que propicia una nueva toma de conciencia sobre la debilidad de esta forma de gobierno y los peligros a los que se halla expuesta. No es ya solo que Vox, como otros de su camada europea, haya hecho profesión de filoputinismo; es que las divisiones que propician en el interior de nuestras democracias alimentan las ínfulas de autócratas de distinto pelaje. Es el momento de apretar las filas en torno a las instituciones y los valores que las dotan de vida, de reafirmar lo que somos. Y esto vale también para los que se encuentran en el otro lado. Una buena señal inmediata de que todavía podemos confiar en nuestros grandes partidos como sus garantes últimos sería la renuncia de Mañueco a contar con Vox y la correlativa abstención del PSOE en su moción de investidura. Otra, un rápido acuerdo para renovar el CGPJ. Algún signo mínimo de que es posible salir de esta polarización asfixiante y de que la democracia como tal está por encima de las guerras de poder. El momento lo requiere.