Juan Carlos Girauta-ABC
- Nadie que aspire a alguna relevancia pública puede permitirse poner en duda los nuevos dogmas
El espíritu de este tiempo, el ‘Zeitgeist’ que nos ha tocado, lleva el sello de la disolución. El alcance de tantas fuerzas conjugadas es tal que parece imposible contrarrestarlas. Ello explica la docilidad de los agentes políticos y económicos, que, con la totalidad de la industria cultural de lo que solía llamarse Occidente, corren a presentarse de un día para otro como abanderados de la cultura ‘woke’. Y así deciden que la mejor manera de venderte una cerveza es inocularte una moralina, una épica y una erótica de la recogida de plásticos.
La entrega al ‘Zeitgeist’ disolvente, este nadar a favor de corriente, se entiende mejor yendo a la novela del Siglo de Oro, reparando en la ciencia infusa del
pícaro, del buscavidas, del experto en gramática parda. Aquellos personajes improvisan coartadas, practican contorsiones morales por un queso. Hoy es lo mismo, pero donde había un noble y rotundo queso -la promesa de un atracón inmediato y mañana Dios proveerá-, pónganle a la gran empresa unos fondos europeos de pan para hoy y hambre para mañana. Sírvanle al político del gallinero un par de años más de legislatura. Arrójenle al ‘ejperto’ paniaguado, al dinamizador cultural, al politólogo vendedor de humo, un mendrugo más de subvención.
No es difícil de entender que, siendo tan pocos a estas alturas los valores sin disolver, le haya llegado la hora al lenguaje. Los buscones y lazarillos modernos han entendido, sin leer a Derrida, que todo es discurso, que nada existe fuera del texto. Pero, puesto que sintetizar lo que se ignora, lo que solo se intuye, es complicado, sucumben sin remedio a la superstición, su sucedáneo de la fe. Guiados por ella, terminan convencidos de la necesidad de aprender una serie de fórmulas mágicas. Ya me dirán ustedes qué fuerza tiene que los puristas nos tiremos de los pelos y nos rasguemos las vestiduras por la muerte de la gramática. Recuérdenlo: la superstición nominal es la única fe del cascaciruelas contemporáneo y profesarla le habilita para vivir del cuento o, más concretamente, de la fórmula memorizada.
Para consuelo de tontos, el entero mundo anglosajón está peor. Bajo el poderoso influjo de sus universidades, la disolución del pensamiento, de la razón, de categorías como verdadero o falso, está más avanzada que en España, que ya es decir. A nadie sorprenderá que, una vez disueltas todas las certezas, los supersticiosos ‘woke’ erijan verdades y falsedades alternativas que serán la imagen invertida de las anteriores. Ya están en ello. ¿Cómo consolidar si no el nuevo estado de cosas, la meritocracia inversa?
Por eso nadie que aspire a alguna relevancia pública puede permitirse poner en duda los nuevos dogmas. Por eso el hombre práctico corre a engrosar la cabecera de la marcha disolvente, a incendiar los palacios donde medró. Por eso el hombre cauto guarda silencio. Por eso todo se ha vuelto tan estúpido y tan aburrido.