JOSEBA ARREGI, EL CORREO 27/07/13
· No cabe duda de que el problema vinculado al fin de la violencia de ETA es un problema psicológico, individual y colectivo.
En los intricados problemas que afectan al final de ETA parece que todo puede quedar resuelto al modo que establece la civilización actualmente en vigor: parece que hay un problema, se buscan los expertos que saben de la cuestión, se les plantean las preguntas adecuadas, los expertos formulan el diagnóstico adecuado y el tiempo que durará la terapia. Tenemos un nombre para la enfermedad, tenemos las terapias adecuadas y el tiempo necesario para la curación. Lo de menos es que sean tres generaciones las que vayamos a necesitar para sanar. Lo importante es saber cuándo estaremos de verdad curados.
Sabemos ahora que la cuestión ya no es política, sino meramente psicológica. Sabemos también que las víctimas –algunas al menos, siempre hay excepciones– y algunos ciudadanos siguen empeñados en hablar del tema, pero que la mayoría ya ha dado el paso de no hablar más de ello. Todo bien, todo perfecto. A aguantar cierto tiempo, y todo arreglado. ¡Qué son tres generaciones en esta época en la que el presente ni empieza ni termina nunca, en esta época en la que el tiempo pasa a una velocidad de vértigo, en esta época en la que ya no existe ni pasado ni futuro, sino un presente eterno! Pues eso: nos colocamos en el tiempo de aquí a tres generaciones futuras y lo vivimos ya desde hoy. Ya no hay problema.
Si resulta además que tanto las víctimas como la izquierda nacionalista radical coinciden en sentirse derrotadas, miel sobre hojuelas, pues si esos dos colectivos tan enfrentados están de acuerdo en el diagnóstico, señal de que el problema no existe, pues de otra manera ambos colectivos se encontrarían en posiciones muy alejadas.
Todo arreglado al estilo de aquel viejo chiste de médicos que decía: la operación ha sido un éxito, el paciente está muerto. Parafraseando podríamos decir que los vascos seguiremos con nuestra inveterada tradición de cargar con los muertos de nuestra historia en la mochila, sin enterrarlos de forma digna. Y ya se sabe que los muertos que no son enterrados nos visitan como fantasmas en nuestra vida diaria para hacérnosla imposible. Seguiremos llevando a cuestas a nuestros muertos, los de las guerras carlistas, los de la Guerra Civil española y vasca, y por supuesto todos los muertos de la trágica historia del terror de ETA.
Porque no cabe duda de que el problema vinculado al fin de la violencia de ETA es un problema psicológico, individual y colectivo. Pero no hay que ser marxista para saber que algunos problemas psicológicos, individuales y colectivos, están vinculados a las estructuras sociales, a la institucionalización política de la sociedad. Las víctimas siguen teniendo problemas con el duelo a nivel personal porque entienden que la memoria de dignidad, verdad y justicia no avanza sino que se encuentra enmarañada en palabras, hojas de ruta, microacuerdos, intereses políticos, búsqueda de formas para no decir aparentando que se dice, en la incapacidad de nombrar lo innombrable: que ETA ha asesinado para impulsar e imponer un proyecto político, y que la violencia usada la consideraban legítima, y que esa legitimidad no se puede juzgar desde los principios liberales basados en la conciencia personal.
Porque no cabe duda de que el terror de ETA y las víctimas causadas por dicho terror han dejado, o van dejando, de ser objeto de las conversaciones de la gente. Pero ese silencio no significa necesariamente que el problema haya dejado de existir, pues puede ser simplemente la continuación del otro silencio, del silencio que ocultaba la existencia misma de las víctimas, ocultando con ello la ilegitimidad del terror de ETA.
Y todo esto sucede en una atmósfera en la que parece que todo el edificio de la democracia se cae por su propio peso. Los fundamentos del Estado se caen, dice uno. Y la democracia es incapaz de convencer a los jóvenes, dice otro. Y el tercero encarga encuestas para saber lo que piensan los ciudadanos, que responden que todo está podrido, pues es lo único que leen, escuchan y ven en los medios de comunicación.
Es verdad que el sistema de democracia occidental no pasa por sus mejores momentos, y no sólo a causa de la crisis económico-financiera. Existen síntomas de agotamiento del modelo. El agotamiento es tanto más grave cuanto menos capaces somos de avistar alternativas, o simplemente remedios para los males en los que estamos inmersos. Dicen que Rajoy es un alumno aventajado del excanciller de Alemania, Helmut Kohl, cuyo eslogan fue definido como aguantar sentado, sin moverse, ‘aussitzen’. Aunque también se podría citar al famoso secretario general del PC italiano Enrico Berlinguer, cuyo alias era ‘culo di ferro’, porque aguantaba más que nadie sin moverse de la silla, por si acaso.
Pero quitando algunos visionarios dogmáticos en posesión de la receta milagrosa, la verdad es que a la mayoría nos toca seguir sentados esperando que la solución vaya apareciendo por algún lado, que luego ya nos explicarán los expertos por qué ha llegado, por qué ha tardado tanto, y cómo ellos ya lo habían previsto y predicho.
Mientras tanto, no nos queda más que pensar que quizá no tenemos que esperar a que la democracia nos convenza, sino que tenemos que construirla nosotros día a día. Mientras tanto, no nos queda más remedio que pensar que quizá hemos llegado a una cultura en la que hemos transformado los deseos en necesidades, las necesidades en derechos, y los derechos en derechos humanos –para que no puedan ser negados–, y que con esa cultura no hay Estado que subsista.
Y mientras tanto no nos queda más remedio que ver cómo quienes parecen apesadumbrados porque los fundamentos del Estado están en crisis siempre están dispuestos a no obedecer alguna ley que otra, a proclamar, si preciso fuere, la desobediencia civil, a poner en cuestión esos mismos fundamentos de cuya falta de fortaleza y solidez se apenan, porque si desaparece el Estado se quedan sin objeto de crítica.
JOSEBA ARREGI, EL CORREO 27/07/13