Ignacio Varela-El Confidencial
- Puede decirse que Sánchez y Feijóo se jugarán la presidencia del Gobierno en los próximos seis meses en la doble pista de la economía y de la distribución del poder territorial
Pueden hacerse cuantas elucubraciones estratégicas y proyecciones demoscópicas se quiera sobre las próximas elecciones generales. Son disparos al aire porque el marco político de esas elecciones no quedará establecido hasta que no se despejen sus dos factores más determinantes: la evolución de la economía durante el primer semestre de 2023 y el resultado de las municipales y autonómicas de mayo.
Eso sí, el escenario resultante de la combinación de ambos anticipará con bastante precisión el final de la legislatura, dejando escaso margen de maniobra para invertir la tendencia. Por muchos fastos presidenciales que se le pongan al semestre de la presidencia europea o por mucho que se tire de la caja del gasto hasta dejarla esquilmada, a comienzos del próximo verano habrá veredicto social y será difícil que se modifique sustancialmente en la recta final.
Puede decirse que Sánchez y Feijóo se jugarán la presidencia del Gobierno en los próximos seis meses en la doble pista de la economía y de la distribución del poder territorial. También lo saben sus presentidos aliados: Vox, por un lado, y, por el otro, el conglomerado rojimorado aún denominado (por poco tiempo) Unidas Podemos y la galaxia nacionalista. Unos y otros esperan a que el campo de juego quede delimitado con más claridad para tomar posiciones y efectuar sus últimas jugadas antes de que la bola de la ruleta eche a rodar.
Es difícil poner de acuerdo a los expertos sobre el rumbo que tomará en los próximos meses la economía española. El único consenso existente es que el futuro inmediato de nuestra economía (en la tríada inflación-crecimiento-empleo, que es lo relevante a efectos electorales), depende en su mayor parte de factores exógenos no ligados a la actuación del Gobierno o de la oposición: básicamente, la recesión alemana, el precio de la energía y los tipos de interés. El invierno ucraniano, que se presiente trágico, será determinante en todo ello.
Desde que comenzó el siglo, se ha implantado en España, por vía consuetudinaria, la circunstancia de que las elecciones territoriales precedan en unos meses a las generales. La pauta, hasta ahora inalterada, es que las elecciones legislativas se han limitado a ratificar —incluso en ocasiones a agudizar— la tendencia marcada anteriormente en las municipales y autonómicas. En España no hay encuesta que detecte mejor el pulso social que unas elecciones territoriales poco antes de las generales. Además, el resultado político de las municipales y autonómicas, medido no en votos sino en gobiernos que se ganan y se pierden, altera por sí mismo la situación política, las expectativas ciudadanas y las estrategias de los partidos. Habrá, pues, un antes y un después de la formación de los nuevos gobiernos municipales y autonómicos, lo que sucederá a lo largo del mes de junio.
Visto así, lo cierto es que, a priori, el panorama se presenta pescuecero para Sánchez y su cohorte de aliados actuales, sin los cuales no podrá mantenerse en el poder. En lo económico, necesita que se manifieste más pronto que tarde un descenso drástico de los precios que más acogotan las economías domésticas, eludir la recesión que se augura y sostener el empleo al menos en las cifras actuales. Si falla cualquiera de las tres patas (lo que probablemente significaría que fallan todas), no habrá operación propagandística que lo salve de la quema.
Más problemática aún es la perspectiva electoral del 28 de mayo. En 2019, al partido de Sánchez le tocó la lotería. Disfrutaba aún de los azahares del “Gobierno bonito” y, sobre todo, obtuvo una ganancia desmesurada del caos que estalló en la derecha —singularmente en el PP— tras la moción de censura. Gracias a la fragmentación en tres del espacio adversario y al respaldo de sus aliados que ya son de la familia, obtuvo una generosísima colección de alcaldías y gobiernos autonómicos en territorios en los que siempre fue hegemónica la derecha. Pero esas alineaciones astrales solo suceden una vez cada mucho tiempo.
En la votación del próximo 28 de mayo, el PSOE pone en juego nueve de las 12 comunidades autónomas en las que gobierna (10 si se cuenta Cantabria) y cerca de 25 alcaldías de capitales de provincia, obtenidas de carambola por el troceado de la derecha. El PP apenas se juega nada: Los gobiernos de Madrid y Murcia los tiene blindados (incluso es probable que alcance la mayoría absoluta en ambos) y es muy escasa la probabilidad de que pierda alguna de las alcaldías importantes que ahora detenta. Sánchez, pues, tiene mucho que perder y muy poco que ganar en esa jornada electoral, mientras a Feijóo le pasa lo contrario.
Basta con que un puñado de comunidades autónomas y municipios importantes cambien de manos para que cunda el pánico en la izquierda y se dispare la euforia en la derecha. Esto puede producirse de forma casi mecánica, sin necesidad de grandes oscilaciones. Sánchez solo podría evitar que sus gobiernos caigan como fichas de dominó si mantiene íntegra su cuota electoral de 2019 y, además, sus aliados rojopodemitas aguantan el tipo sin caer a su vez en el fraccionalismo o en la melancolía por tener que concurrir a la batalla abandonados a su suerte por Yolanda Díaz.
Aun así, la agrupación del voto de la derecha en solo dos listas y la relación de dos a uno entre el PP y Vox (que es lo que muestran las encuestas) podría ser suficiente, sin necesidad de grandes crecidas en el voto, para desbancar a un buen número de gobiernos socialistas.
Es probable que un análisis parecido a este influya en el enfoque tancredista con el que Feijóo ha emprendido sus primeros meses como líder de la oposición, que contrasta con la extrema fiereza del equipo sanchista y sus ultrasur mediáticos en la tarea de demoler al líder de la oposición. Resulta paradójico comprobar cómo Feijóo procede a una especie de “federalización” del PP mientras Sánchez, llevado por una inercia inseparable de su código genético, prosigue verticalizando al PSOE ante el horror de sus baronías territoriales.
Yolanda Díaz, por su parte, parece haber optado por la filosofía de que es preciso que todo se ponga peor para que empiece a mejorar. En lugar de jugarse las pestañas en mayo, esperará pacientemente desde su despacho vicepresidencial que se produzca el naufragio de las huestes que en su día capitaneó Iglesias para, a continuación, ofrecerse como tabla de salvación, poniendo como condición la reunificación bajo su liderazgo de todas las facciones y confluencias que concurrieron juntas en 2015, con éxito notable. No olvidemos que Yolanda Díaz y Alberto Garzón son militantes del mismo partido, el PCE, que solo provisionalmente renunció a tener la sartén por el mago y el mango también en el espacio a la izquierda del PSOE.
Entonces decidirá si le es más conveniente acompañar a Sánchez hasta las generales para reeditar la coalición o practicar una higiénica ruptura preventiva que le ponga en condiciones de disputar al PSOE el liderazgo de la oposición frente a un Gobierno del PP y Vox. Lo mismo harán los actuales socios nacionalistas: ERC, Bildu y el PNV, tan aparentemente leales como vocacionalmente traidores cuando huelen el peligro.