- Y, sin embargo, la fiesta sigue. Como si nada. El primer ministro insulta sin reparo a cuantos sencillamente le piden que rinda cuentas. Y amenaza a todos: a oposición, a prensa, a jueces…
Desde el palacio de la Moncloa, la esposa del primer ministro hace negocios que la transubstancian, de titulada sin licenciatura en ‘directora de cátedra’ universitaria.
–Desde el ministerio con más alto presupuesto del gobierno, un antiguo portero de burdel reparte a puñados negocios de mascarillas en tiempos de pandemia. Se lleva, como es de rigor, su parte: es el justo salario de la muerte. Y da a entender que esa parte es una mínima fracción de la que se lleva su jefe. El jefe, por aquel tiempo mano derecha del de la Moncloa, exige, como propina, un estupendo chalet en zona costera exquisita. Que, además de eso, haga que le paguen sueldo, domicilio y gastos a su joven ‘amiga particular’, es, confesémoslo, una minucia.
–El hombre de Moncloa trata de querellarse contra el juez que investiga la súbita prosperidad de su esposa. La instancia judicial competente le inflige un revolcón apoteósico; sugiere, incluso, que el primer ministro podría estar prevaricando contra la división de poderes.
–Hablando de división de poderes, ‘su’ fiscal general está imputado por revelación de secretos sumariales con la intención de favorecer al omnipotente «número 1» en su muy privada ojeriza contra la presidenta madrileña. El tal jefe de gobierno ha proclamado que en la Fiscalía manda el que manda. «Pues ya está…»
Poco a poco, la ley ha ido siendo adaptada para institucionalizar el sabotaje contra los magistrados. El delito de sedición, primero, fue suprimido; en las intenciones presidenciales, le sigue el de malversación. Es el precio con el que, al contado, se compró a los golpistas los votos imprescindibles para sostener a un gobierno minoritario. A cambio de ello, el primer ministro hará lo que se le imponga desde Barcelona: no hay indignidad lo bastante repugnante como para sacudir su conciencia; pero, ¿cuánto pesa la conciencia de un político?
Con una adicional ventaja para corruptos: si la malversación deja de ser judicialmente perseguible en Cataluña, ¿por qué no aplicar igual criterio al exportero de burdel, a su jefe, al jefe de su jefe, a la esposa del jefe de su jefe…? Y, ya puestos, a todo miembro de la secta que haya sabido enriquecerse a costa del contribuyente. En Andalucía, por ejemplo.
Y, sin embargo, la fiesta sigue. Como si nada. El primer ministro insulta sin reparo a cuantos sencillamente le piden que rinda cuentas. Y amenaza a todos: a oposición, a prensa, a jueces… Y se da por ofendido ante el rechazo de la presidente madrileña a compartir su té con pastas en Moncloa: ¡pero qué chica más borde!
Nunca hemos vivido envueltos en una ciénaga así. Aunque es verdad que hemos pasado, en este medio siglo, por momentos muy duros. Pero el hedor de ahora no puede compararse a nada. En el inicio aún de las investigaciones policiales y judiciales, todos los indicios llevan a una conclusión horrible: es la cúpula misma del Estado la que se ha podrido. Toda. Conforme al viejo principio mafioso de que el pescado empieza a pudrirse por la cabeza.
Es corrupción económica, por supuesto. Pero no hay corrupción económica de esta envergadura que no exija la gangrena completa del sistema político. Para sobrevivir al cerco policial, la banda en el poder necesita borrar las garantías legales, proclamarse impune, aniquilar la autonomía de los jueces… Lo que es lo mismo: derrocar la democracia. No lo hará de un solo golpe. Poco a poco, de una en una, las leyes irán siendo modificadas; ya lo están siendo. En un plazo muy breve, viviremos en una dictadura coloreada con esmalte de moderno populismo. Bajo ese esmalte, la gangrena devorará todo.
Hubiéramos debido saberlo el primer día. Cuando aceptamos como presidente a un plagiario de tesis doctoral. En cualquier país europeo, una estafa así lo hubiera condenado al ostracismo. Aquí, fue el punto de arranque de su fortuna. Y de nuestra ruina. Hasta llegar a esto. Tan previsible. Vivimos en el golpe de Estado permanente.