Gregorio Morán.Vozpópuli

  • Somos pequeños frente a la naturaleza; una obviedad en la que no habíamos reparado después de décadas de entusiasmo y derroche de energías y talentos

Llegó la hora de los balances. Costumbre idiota donde las haya tratándose de un año que aún no ha terminado. El 2021 que nos espera, al menos durante muchos meses, no será otra cosa que un 2020 agravado. Estamos sufriendo la vulgar seducción de las fechas, como si el tiempo se manejara por los calendarios habituales y no tuviéramos ni una pizca de sentido común y de valentía para poner un punto y seguido. Entre lo que nos engañamos a nosotros mismos y el esfuerzo que hace el poder para que tengamos fe, que consiste en creer lo que ni se ve ni se explica, celebramos un final de año en una supuesta festividad para estómagos fuertes que se traguen lo que les echen mientras llenen la andorga de la credulidad.

En la desgracia no se aprende nada, al contrario de lo que nos quieren hacer creer quienes no la sufren. Hemos de partir del hecho mil veces corroborado de que la historia no enseña nada, salvo a quienes viven de ella y además se esfuerzan por escribir cosas que a la gente le resbala. De las guerras siempre salimos derrotados, aunque haya espíritus cándidos, virtuosos o cínicos, que se lo toman en serio para que la crueldad aparezca como lección, lo que no fue sino improvisación e incompetencia.

Si hubiera alguna reflexión que me permitiera acercarme a este fin de año prolongado sería la constatación de la fragilidad como forma de existir. Todo lo que parecía recio se fue quedando en papel mojado. También las grandes palabras. Asociaciones de sabios, que abundan tanto como las de descerebrados, han señalado la palabra “confinamiento” como el signo filológico del año: otra manipulación de la realidad del humo a la que estamos sometidos. Bien podrían haber escogido “pandemia”, “precariedad”, “desescalada”, “aplanamiento” o “protocolo”… las hay para dar y tomar en el terreno de la filología aplicada, esa nueva ingeniería del pensamiento, válida a la hora de encubrir nuestra ausencia de valor para afrontar la desgracia.

No encuentro ningún signo que me ayude en la resignación ante el mal inevitable, y aún no he alcanzado el grado de estupidez que requieren los poderes políticos para hacerme creer que la vacuna, que siempre llegará mañana, sea capaz de insonorizar el chirrido del aumento espectacular de contagiados y fallecidos. Cuando se atrevan a decirnos que hemos alcanzado los 80 mil será señal de que hemos sobrepasado los 100 mil.

Lo de la luz al final del túnel tiene la misma credibilidad que todo lo que han ido diciendo durante meses, y si no nos queda otro remedio que darle algún crédito es por razones muy pragmáticas y poco políticas: porque no hay mal que cien años dure»

Si algo aprendimos de 2020 es a ser pequeños. Y eso no todos. Hay quien enarbola banderas de esperanza e incluso se esfuerza, en textos sesudamente insustanciales, en hablar de túneles que se acaban porque se ve la luz -¡a qué mierda de lamparilla se referirán!- allá al fondo. ¿Al fondo de qué? Con la que está cayendo y aún tienen la desfachatez de calificar como catastrofistas a los que no creen ni una palabra de esas estadísticas de despacho, donde los muertos no tienen nombre, ni edad, ni historial médico. ¡Hay que mirar hacia la luz al final del túnel! Pues si es así: ¿cómo podrán exigirle al personal que se aísle, se achique, se enfurruñe y encima se arruine, por una quimera? Lo de la luz al final del túnel tiene la misma credibilidad que todo lo que han ido diciendo durante meses, y si no nos queda otro remedio que darle algún crédito es por razones muy pragmáticas y poco políticas: porque no hay mal que cien años dure.

Somos pequeños frente a la naturaleza; una obviedad en la que no habíamos reparado después de décadas de entusiasmo y derroche de energías y talentos. Pero no sólo frente a la naturaleza misma sino ante las alabadas construcciones de bienestar que se han desplomado. Cuando uno se hace consciente de su pequeñez y su fragilidad ha de recurrir a las Instituciones Públicas -con mayúsculas que no se merecen, pero que nos cuestan miles de millones- y es entonces cuando descubre que son tan frágiles como nosotros y que las mayúsculas tapan su pequeñez. (Alguien se ha fijado en los grandes lotes de vacunas embaladas con un envoltorio desmesurado que dice “Gobierno de España”. Ni siquiera las ayudas norteamericanas a la Europa de postguerra llevaban tan escandalosamente la imagen de un recurso, y más en esta ocasión que las pagamos los ciudadanos y las avala la Unión Europea).

La vacuna sirve de espejismo para sedientos; mientras ansíen beber irá bajando su resistencia. Aprendimos que éramos pequeños y frágiles, ahora nos queda la esperanza de hacernos crédulos y pensar que no estamos en el peor de los mundos posibles»

Desengañémonos. No tienen arreglo. Son lo que les han hecho sus circunstancias. Funcionarios de la cucaña política que se desmelenan descalificando al adversario como utilizador de la pandemia y de pronto retiran al ministro del ramo para colocarlo de cabeza de lista y salvador del que parecía inevitable naufragio de Cataluña. ¿Por qué Salvador Illa? Porque ha capitalizado tanta cámara, tanto comentario, tan estulticia programada durante esta crisis sanitaria que tiene más de la mitad de la campaña electoral ya cumplida. Qué le importa al presidente Sánchez que no se deba cambiar de caballo cuando se cruza un río turbulento. Él sí ve la luz al final del túnel, porque se ha hecho dueño del túnel y decide dónde está la luz y dónde las tinieblas. Esa sí que ha sido una lección sobre la importancia política de las mentiras dosificadas. “No, nunca seré el candidato a presidente de la Generalitat”… mientras Él no me diga que me presente. Se debe al partido -¡y qué partido, el PSC!- y no a la pelea frente al coronavirus que dejará de estar en su agenda salvo para sacar pecho. Y los medios de comunicación lo celebran. ¡Gran jugada del vendedor de humo!

Si algunos negacionistas del poder omnímodo tenían alguna duda de la fragilidad de todo el entramado, ahí tienen una muestra concluyente. Si sale mal será culpa de Salvador Illa y de ese equipo de oportunistas que fue creando el tan incombustible como inane Miquel Iceta. Si sale bien, lo deberemos al talento del Gran Timonel y al mercenario que le encandila, Iván Redondo. La pandemia puede esperar; ya achicaremos los muertos en las estadísticas y se aplanará la curva de contagios. Para ellos, eso puede esperar, lo urgente se decide en Cataluña en el mes de febrero. Esa es la luz que alumbra el final de su túnel, la única que importa. Por lo demás, la vacuna sirve de espejismo para sedientos; mientras ansíen beber irá bajando su resistencia. Aprendimos que éramos pequeños y frágiles, ahora nos queda la esperanza de hacernos crédulos y pensar que no estamos en el peor de los mundos posibles. Hasta en un túnel se puede sobrevivir.