Eduardo Uriarte Romero-Editores
A la vez que se constituía Gobierno en Italia un gobierno populista y eurófobo, en España, mediante una moción de censura, Pedro Sánchez conseguía la presidencia del Gobierno, por el apoyo a su iniciativa de todos los grupos que manifiestan su rechazo constitucional. Tener presente a Italia en las vicisitudes políticas españolas tiene su razón de ser, porque desde principios del siglo pasado la hemos seguido el paso de una forma preocupante. Incluso a peor.
Lo evidente es que Sánchez ha sabido liderar, mediante una capacidad de iniciativa vertiginosa y un audaz golpe, una coalición antisistema que como tal es propicia a coincidir en el rechazo a lo que existe y refractaria a las iniciativas positivas, dato por demás que caracteriza a los movimientos fascistas y que necesariamente acaban en la solución del caudillaje. Los problemas vendrán ahora.
Sánchez ha liderado la moción de censura que le ha entregado el Gobierno de España, facilitada por la inaguantable pasividad política de Rajoy, a todos los que desean subvertirla. Ha recibido el apoyo de los secesionistas catalanes en plena rebelión, a los nacionalistas vascos, del PNV y Bildu, en el inicio de un proceso separatista más radical que el de Ibarretxe, con Navarra adherida al nuevo “plan”. Y, por supuesto, de los antisistema de Podemos y sus soberanistas periféricos. Y el apoyo de algunos de los suyos que podrían estar perfectamente encuadrados en cualquiera de estos grupos.
Sánchez debiera tener presente para gobernar con prudencia –pensamos los bienintencionados e ingenuos- en lo que tiene detrás, aunque es posible que desde su derrota ante el comité federal de su partido lo haya tenido muy presente, y que él mismo participe -para nuestro desconsuelo- de todo, o en parte, de esos anhelos acráticos. Si su única intención hubiera sido echar a Rajoy su estandarte hubiera sido el de elecciones anticipadas, pero con él están aún más alejadas que con Rajoy. Él piensa gobernar, porque cree en lo que tiene detrás. La misma fe que Zapatero en dar solución al chavismo.
Ante el aluvión de corrupción que a Rajoy le anegaba, el sagaz gallego creyó que su escudo en la permanencia en el Gobierno consistiría en que nadie -nadie, ni el PP, ni el PSOE, ni Podemos, ni el PNV, ni los separatistas catalanes- querían nuevas elecciones. Sólo las encuestas animaban a ellas a Ciudadanos, que no fue capaz de apreciar la vertiginosa iniciativa que Sánchez preparaba mediante la que se podría echar a Rajoy del Gobierno sin necesidad de elecciones. De ahí que Rajoy, por el bien electoral de su partido, se haya sacrificado a padecer la censura hasta su última gota de dolor antes que provocar una convocatoria electoral, porque las encuestas le eran desastrosas. No previó la osadía del proponente, acostumbrado a su cómoda postura de verlas venir hasta que todo se pudra.
Haga Sánchez lo que haga, promueva una más que dudosa política de estabilidad ante el reto separatista o políticas sociales, o descaradamente se entregue a los nacionalismos y al populismo, lo cierto es que le cabe el triste honor de convertirse en el enterrador del sistema del 78, misión a la que aspiraba Zapatero y que la crisis económica la evitó. La naturaleza de las alianzas acumuladas para que él sea presidente, y su partido vuelva al poder, sugiere más un frente popular “largocaballerista” que un orden constitucional democrático. Quizás nuestra Constitución hubiera tenido que ser reformada hace años, para evitar su colapso y actual sabotaje mediante una simple moción de censura a un presidente. Pero no se pudo hacer porque las diferentes mayorías que nos han gobernado se supeditaban a los nacionalismos periféricos para mantenerse en el poder. Tenía razón el portavoz del PNV acusando en el Congreso de debilidad a la nación española, debilidad potenciada por sus grandes detentadores políticos durante estos cuarenta años. Ahora es el momento de los nacionalismos, y, desgraciadamente, de los enfrentamientos, porque Sánchez no va a saber oponerse a ellos, más bien lo contrario, salvo que convoque pronto elecciones.
El problema es que la Nación hubiera manifestado su vitalidad -negando el argumento de Aitor Esteban- si se le hubiera dejado hablar, si se hubiera permitido convocar unas elecciones. Pero por razones de partido, anteponer los intereses electorales a solucionar el problema, los viejos detentadores han preferido aguantar con lo que sea, y por medio de lo que sea, antes que llamar a la voluntad del pueblo. La Nación la pueden declarar débil los nacionalistas. Sólo Ciudadanos quería elecciones, siendo malo que un solo partido vaya a convertirse en defensor de los intereses generales de la Nación, es decir, de la propia Nación. No es sólo que el régimen del 78 se haya esfumado, es que la política ha sido abandonada por el partidismo sectario y los nacionalismos, más sectarios aún.
Por eso, un cordón sanitario parece cerrarse sobre C’s, porque no es como los demás, porque pudiera quebrar la dinámica del apaño, de la salida con los nacionalistas, del “No es no” a cualquier consenso por necesario que fuere. Articular, simultáneamente las reformas necesarias y la estabilidad institucional en el conjunto del territorio nacional, sobre una estructura autonómica compleja, gestionada por la partitocracia y los partidos nacionalistas, ofuscados en políticas clientelares todos, y en la ruptura de la Nación otros, está convirtiendo a Cs. en la referencia a batir. Los únicos consensos existentes de los últimos tiempos eran subirse el sueldo y repartirse cargos. Ante los grandes temas de la gobernabilidad del país no ha existido ninguno desde el Pacto de Toledo hoy en entredicho.
Mientras las fidelidades a los partidos, la disciplina de grupo, el horizonte intelectual, no salgan de las sedes de los partidos, aquí no hay solución. Las masas se orientarán por caudillos y mesías como en los años treinta del siglo pasado, y a la racionalidad se le dirá que No. Hasta los que votaban Sí en el Congreso decían que lo hacían para decir No, normal para un candidato del No es no. Y el que quería elecciones hoy es declarado enemigo del pueblo. ¿O no?
Eduardo Uriarte