Juan Carlos Girauta-ABC

  • Mientras nos descojonamos de risa por lo burros que llegan a ser, por las incontables muestras de analfabetismo funcional de la izquierda, por la incompetencia de sus catedráticos, ellos van construyéndonos la realidad. Un día no lejano saldremos a la calle y no reconoceremos el mundo

En el sanchismo la mendacidad es mérito y el analfabetismo funcional, timbre de orgullo. Si Castells, uno de los mayores fraudes que ha dado la Universidad americana, que ya es decir, quiere que a Clarín lo fusilara el franquismo treinta y seis años después de morir, lo dice y -esto es clave- tiene efectos. La trola y el disparate se abaten sobre nosotros en olas gigantes como murallas que se derrumban. Las empujan los ministerios, las universidades. Vienen en las campañas absurdas y sentimentales de unas multinacionales que nos tutean. Muerto el prestigio de la razón en pos del lloriqueo, solo se podía acabar así: dando por bueno lo falso siempre que le suene coherente al ágrafo.

Las olas de patrañas son poderosas y mantienen un tiempo sumergido al personal, que vive a la intemperie intelectual, en una especie de paseo marítimo mental cuyo destino es inundarse cada tanto, como el de La Coruña. Qué gran error echar a risa la cantada de Castells, chotearse de las acusaciones de franquismo lanzadas por el Ayuntamiento de Palma a la atónita memoria de los almirantes Churruca, Gravina y Cervera. O directamente a Toledo. Admito que se le puede sacar punta hasta agotar esta página a un Recaredo franquista. Pero mientras nos partimos el pecho se conforma una visión binaria y estúpida del mundo y de España. Las trolas más burdas refuerzan tal visión. ¿Por qué iban a esforzarse en buscar verdades quienes no creen en la realidad objetiva?

Basta pues de preguntarse cómo es posible; de lamentar después la lagrimilla del carcajeo aún asomando, la ignorancia oceánica de algunos catedráticos, ministros, portavoces. No es para reír. Lo que se afirma institucionalmente genera realidad. Nunca será verdad, pero, como señaló René Thom -creo que tomándolo de Pascal-, lo verdadero no limita con lo falso sino con lo insignificante.

Debimos sospecharlo cuando empezó la demolición de la razón ilustrada en el crepúsculo de la cosmovisión marxista, que había nacido postulándose como rama de la ciencia. Hemos olvidado que cuando una ideología se hizo ciencia la ciencia se hizo ideología.

Debimos sospecharlo, más cerca en el espacio y en el tiempo, con la memoria histórica zapaterina, trágala autoritario que solo podía desembocar en censura, en ostracismo de los disidentes, en imposibilidad de crítica, en equiparación de discrepancia con herejía. Porque si las ciencias duras se han ideologizado (pensemos en el catastrofismo climático), las ciencias blandas o humanidades son religiones maniqueas dedicadas a ajustar la forma del cerebro -tan plástico- de sus hijos, lector. Debimos confirmarlo al descubrir que gente aparentemente inteligente no entendía lo obvio: que si era memoria no era historia y si era historia no era memoria. Sentimentalizar la cronología era parte del juego. No se trataba de un plan, ojo, sino de una fuerte tendencia, de una deriva. Y la única manera de ponerle emoción al dato frío era dividir la historiografía en hagiografías y martillos de herejes. En la nueva religión -que algunos podrían calificar de inversa-, la parte estalinista del PSOE, y el PCE, eran santos civiles; los verdaderos mártires, las víctimas del genocidio anticatólico, no existían; José Calvo Sotelo se lo buscó; etcétera. Pero la ignorancia socialista sobre su propia historia era tal que ni siquiera con todas las amenazas del mundo, incluyendo la introducción de nuevos delitos en el Código Penal, se conseguía sacar agua clara del sectarismo à la Lastra.

Por eso se pasó de la memoria histórica a la memoria democrática. No perdamos de vista que las palabras nunca son inocentes, y en manos de los ingenieros sociales, menos. Y si se trata de palabras etiqueta, menos aún. La memoria histórica exigía algún componente fáctico, por el adjetivo. Con el cambio de este, la exigencia de hechos reales (es decir, de hechos) desaparece. Basta con que la supuesta memoria sea democrática. Entendiendo por democrático, en este contexto pringoso, lo que asiste a la razón de partidos objetivamente antidemocráticos como el PCE, golpistas como ERC o el propio PSOE, y también democráticos como las minúsculas formaciones republicanas burguesas. La memoria, por definición individual, se convierte aquí en colectiva. Si la aplicación de ese atributo desnaturalizado respeta la acepción oficial de ‘democrático’, se cumple la ley. Si no, se puede estar incluso delinquiendo. Depende del eco.

Así cualquier embuste -como el de Palma- y cualquier error -como el de Castells- sirven a la causa. Porque, pese a su falta de correspondencia con la verdad, pese a lo flagrante de su falsedad, son memoria democrática. Alguien recuerda que las calles en cuestión son una ofensa que Franco infligió a los mallorquines, y ese recuerdo es indiscutible porque es un sentimiento de ofensa. Y en el mundo de la política posmoderna siempre hay que tener por víctima al que así se sienta. Y como ese sentimiento está alineado con lo que España ha decidido entender por ‘democrático’, se inscribe en la ortodoxia. Es memoria democrática. Del mismo modo, Castells confunde a Clarín con su hijo y sigue situado en la memoria democrática. Porque, ¿no es cierto que se lo hicieron a otro? Pues ya está. Eso es lo sustancial.

Y mientras nos descojonamos de risa por lo burros que llegan a ser, por las incontables muestras de analfabetismo funcional de la izquierda, por la incompetencia de sus catedráticos, ellos van construyéndonos la realidad. Un día no lejano saldremos a la calle y no reconoceremos el mundo. La muerte de la lógica aristotélica nos causó enfado; la de la verdad nos aniquilará.