Entretanto llega el pentecostés socialista del domingo –en expresión defensiva de don Mariano frente a un Hernando menos convincente que otras veces–, el partido del Gobierno atraviesa su calvario judicial, cuya víctima propiciatoria es Catalá el Reprobado. Aunque el ministro de Justicia no gasta pinta de mártir jesuita, sino más bien de autónomo agobiado al que le cierran todas las ventanillas. «Señor ministro reprobado», encabezaba sus preguntas la oposición; y después le pedía la dimisión, o el exilio. Porque ya todo escarmiento parece poco: esta legislatura será recordada por la devaluación de castigos que antaño sonaban temibles, como la reprobación de un ministro o una moción de censura. Incluso la UCO empieza a perder su credibilidad a lo Eliot Ness, con esos informes que persiguen ser más papistas que el papa, o sea, más justicieros que Velasco. Da la impresión de que el negro del Whatsapp del populismo está dando de sí todo lo que era estrecho, a base de entrar con poco miramiento y demasiado tamaño en unas instituciones tenidas por honestas. Y disculpen la analogía.
El ministro se defiende bien cuando exige a sus torquemadas la carga de la prueba de su injerencia, mientras que él puede exhibir los cuerpos del delito en Soto del Real. Pero patina cuando recurre al gastado espejo de la suciedad andaluza, o le restriega a un diputado los votos que ha perdido en su provincia, o prepara las palomitas domingueras para el Puerto Hurraco de Ferraz, ante cuyas llagas autoinfligidas todos deberíamos guardar un silencio de responso.
Rajoyderrochó paternalismo con dos catalanes. Primero con el travieso Rufián, valga la redundancia, que ha concebido el proyecto mágico de recoger inmigrantes en El Tarajal y llevarlos a El Prat. Yo creo que si don Gabriel desea combatir la xenofobia podría empezar por los vecinos no independentistas de Cataluña, a los que la Generalitat pretende expropiar la ciudadanía. Don Mariano le replicó que caería más simpático con algo más de educación. El otro aleccionado fue Rivera, que insistió en el compromiso de eliminar aforamientos, firmado por el PP con la pluma pequeña por razones que merecen mayor desarrollo que la retórica sanchopancesca con que cerró el intercambio: «No por mucho madrugar amanece más temprano. Deje de dar la lata con el pasado». Coño ya con el niño, le faltó añadir. Más coloquial aún se mostró Montoro con el diputado de Compromís que se quejó de la financiación de Valencia. «Hay partidos que si no lloran no maman. Ustedes han venido a esta Cámara a llorar. La próxima vez le presto un paquete de clínex». Es el problema de no ser del PNV. Con Montoro si no eres vasco lo llevas claro.
El cruce dialéctico más interesante lo protagonizaron Errejón y Zoido. El madrileño encontró en la imputación de Dancausa una palanca obvia para ir introduciendo su candidatura autonómica, pero además diagnosticó un mal cierto que se extiende por el cuerpo social: la derrota moral de los españoles ante la corrupción. La convicción pepera de que ya escampará y no es para tanto. El problema del argumento de don Íñigo es que el pueblo que él cree portavocear –y del que dijo que nunca se resignará– se resigna a la inmoralidad cada día y de mil amores, empezando por la picaresca universitaria de una beca poco reglamentaria, o por el pago en negro a una asistente, por no ir a mayores venezolanos. Zoido le acusó de dinamitar el Estado de Derecho y la presunción de inocencia, cuando en realidad dimitir no debería ser el nombre ruso que a duras penas pronuncia el corrupto ya procesado, sino el natural coste de un comportamiento poco ejemplar. Eso si aspiramos alguna vez a la excelencia pública, claro. Otra opción es seguir tirando, que no digo yo que se viva mal. Un duelo ya clásico es el de doña Irene y doña Soraya, que cada miércoles gana un poquito de crudeza. «A sus bases su moción se la refanfinfla», zanjó la vicepresidenta. Esto ya es saña, lucha de clases 2.0 con un aditivo entrañable de crueldad femenina.