EL CORREO 28/12/14
JAVIER ZARZALEJOS
· Hace falta saber si la fuerza de la opinión ciudadana se va a dirigir al fortalecimiento de la democracia representativa o a la descalificación populista de ésta
Uno de los trabajos más arriesgados en los que alguien puede embarcarse en estos momentos es el de interpretar por dónde va la sociedad española, identificar sus corrientes de fondo, diferenciar entre el malestar de los ciudadanos y sus posiciones más reflexivas, medir su grado de activación y aventurar un futuro comportamiento electoral. Cuando esta indagación se pone difícil –y este es el caso–, los sociólogos echan mano del concepto de ‘volatilidad’ como si fuera una cláusula de salvaguardia frente a posibles reproches futuros por sus errores analíticos. Y tienen razón. Nada hay menos fiable en estos momentos que las afirmaciones cerradas sobre el sentido de la expresión política y electoral de los españoles en los próximos meses a pesar de que no van a faltar oportunidades para que lo hagan, sino más bien lo contrario.
El cuerpo electoral más que tal cuerpo se ha convertido en un conjunto magmático sobre el que descargan pulsiones de indignación, incertidumbre y temor, pero en el que también operan expectativas, cálculo racional y una experiencia acumulada en casi cuarenta años de urnas a lo largo de los cuales nuestro país se ha visto ante encrucijadas, algunas no mucho menos inquietantes que la actual.
Lo que sí parece es que estamos dejando atrás todo o buena parte de lo que creíamos sólido, por expresarlo con la sugerente título del gran ensayo de Antonio Muñoz Molina. Tal vez el fin de lo sólido –instituciones, jerarquías, modos de vida, paradigmas morales, ideologías– más que un fenómeno español, sea una de las características de los tiempos, de eso que Zygmunt Bauman bautizó como la ‘modernidad líquida’. Lo cierto, en todo caso, es que existe la impresión de que ya no vamos a caminar por senderos trillados. Muchas cosas han cambiado de modo irreversible.
El enfado, en sus diferentes grados, a derecha e izquierda, ha espoleado una nueva conciencia de ciudadanía, activa y exigente con sus representantes. La opinión ciudadana ha cobrado fuerza. Pero hace falta saber si esa fuerza recobrada se va a dirigir al fortalecimiento de la democracia representativa o a la descalificación populista de ésta.
Es evidente que la crisis ha presionado a las clases medias, ha recortado su amplitud y ha minado sus expectativas. Se ha creado el terreno propicio para que prolifere lo que el pensador británico Roger Scrouton denomina «la falacia de la suma cero», según la cual, si unos tienen poco, es porque otros tienen mucho; si unos están en paro es porque otros se encuentran ‘demasiado’ empleados. De ahí proceden la recurrentes propuestas de la izquierda para ‘repartir’ el empleo o para forzar los instrumentos redistributivos con impuestos y gasto público hasta niveles abiertamente confiscatorios y notoriamente ineficaces.
Esta ‘falacia de la suma cero’ alcanza una intensidad de delirio con los nuevos populismos de izquierda. Éstos han irrumpido con éxito en la arena política, entre otras razones, porque exhiben una transversalidad en sus apoyos mayor de lo que sugeriría su radicalismo. Todo ello apunta a que a la falacia se ha sumado un sector de la clase media que experimenta la decepción de sus expectativas de movilidad social y de mejora intergeneracional. Resulta crucial para el populismo esa transversalidad que busca apelando al patriotismo para ocultar su ideología y demonizando a la ‘casta’ para convertir a todos los demás en sus víctimas. Ese paso permite negar la existencia de la izquierda y la derecha como ámbitos diferenciados de actuación política ¿Por qué es tan importante para el populismo incluir a ambas en la idea de ‘casta’? La explicación, la ofreció Víctor Pérez-Díaz en ‘El malestar de la democracia’ mucho antes de que Podemos apareciera, cuando señalaba que «justamente, la división entre izquierda y derecha proporciona una manera de evitar la trampa del cesarismo y el populismo» en la que la única alternativa es la de optar entre «el cesarismo del amor al líder carismático y el populismo levantisco de quienes rechazan ‘in toto’ una clase política a la que consideran indigna». En cualquiera de los dos supuestos, la democracia no aparece por ningún lado.
Al extremar esta falacia, el populismo oculta la verdadera naturaleza de la crisis, para la que no basta simplemente con abrir el grifo de un gasto público imposible de financiar, ni con los impuestos de supuesta casta ni con el petróleo de Maracaibo. Para superarla hace falta mejorar las instituciones y fortalecer las virtudes cívicas; impulsar la educación y avanzar hacia un auténtico pacto entre generaciones para asegurar el futuro del modelo de bienestar.
Existe una abundante producción intelectual sobre lo que podría denominarse el ‘declinismo’ occidental. Niall Ferguson lo atribuye a varios factores. Entre ellos, el volumen de deuda acumulada por los países occidentales –hasta hacer de ella «una forma de vida de las viejas generaciones a costa de las nuevas»– y el declive de la sociedad civil que «languidece para convertirse en una tierra de nadie entre los grandes intereses corporativos y un Estado de grandes dimensiones».
Una sociedad en la que han perdido solidez algunas de sus referencias principales tiene un mayor riesgo de instalarse en la confusión y agudizar sus tendencias entrópicas. Pero también gana en plasticidad para plasmar las reformas que se necesitan. Tal vez sea un buen momento para recordar la Transición en la que, con juicio, cabeza y corazón, los españoles tomaron el buen camino en otra gran encrucijada.