Pedro Rodríguez-ABC
- «Putin ha elegido cuidadosamente el calendario y la coyuntura para su espiral de agresión. Juega a su favor la inestabilidad e incertidumbre política que sufre toda Europa. Su ofensiva implica finiquitar con la inestimable ayuda de China el orden internacional liberal construido a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, un sistema basado en reglas y en el respeto a la integridad territorial de las naciones»
Los niños rusos, y también los ucranianos, se saben de memoria el boletín radiofónico que anunció el inicio de la invasión perpetrada por los nazis en 1941: «A las cuatro de la madrugada, Kiev está siendo bombardeado». Ochenta años después, aquel titular se ha repetido con otro ataque contra Ucrania, quizá no tan madrugador pero con una trascendencia devastadora. La violencia del más fuerte contra el más débil ha vuelto a materializarse en Europa, un viejo pero sangriento continente que tras protagonizar dos conflagraciones mundiales creía haber alcanzado una era de posconflicto. Un desenlace feliz a siglos de enfrentamientos armados donde es posible pasar de Francia a Alemania sin apenas darse cuenta de que se ha cruzado una de las fronteras más sangrientas de la historia.
Mucho antes de que las Fuerzas Armadas de Rusia iniciasen su ofensiva frontal contra Ucrania, Putin llevaba tiempo poniendo un espejo frente a Occidente. El reflejo mostraba bastante credulidad hacia el optimista final de la historia planteado por Francis Fukuyama al final de la Guerra Fría, como el triunfo irreversible de las libertades económicas y políticas en detrimento de cualquier otra alternativa totalitaria. Y mucha fe en el multilateralismo constructivo frente al nacionalismo destructivo. Y destellos deslumbrantes producto de confundir la meritoria integración de Europa con su destino geopolítico.
Vladímir Putin ha elegido cuidadosamente el calendario y la coyuntura para su espiral de agresión. Juega a su favor la inestabilidad e incertidumbre política que sufre toda Europa: Francia pendiente de unas complicadas elecciones presidenciales, Alemania sin Merkel y Gran Bretaña con un primer ministro haciendo ‘balconing’ desde el postureo churchiliano de sangre, sudor y prosecco. Además de Estados Unidos con un presidente que tomó posesión a los 14 días del asalto al Capitolio y que bastante tiene con intentar demostrar que la economía y la democracia funcionan más allá del destructivo ajuste de cuentas promovido por el nacional-populismo.
La figura de Putin disfruta de un respaldo transversal que va mucho más allá de Moscú. La extrema derecha le adora como el último hombre fuerte capaz de plantar cara a las incertidumbres del siglo XXI, los lacayos del globalismo, la corrección política, el multiculturalismo y la decadencia occidental de sus tradiciones cristianas. Tiene el incentivo adicional de que partidos radicales han sido subvencionados, en mayor o menor medida, por la caja de ahorros y monte sin piedad del Kremlin. Al mismo tiempo, la extrema izquierda le respalda y justifica como si se tratase del Pacto de Varsovia. En su ceguera ideológica tan solo llegan a vislumbrar imperialismo yanqui en los 190.000 efectivos militares con los que Rusia amenaza con despedazar a Ucrania.
En esta guerra, la historia se ha convertido también en un campo de batalla adicional en el que se intentan conquistar extrañas legitimidades a costa de su reinvención. Se puede argumentar que la guerra de Ucrania es el resultado de la nostalgia, paranoia y miedo a perder el poder de una sola persona. Es decir, un Putin que piensa que Ucrania no existe como nación independiente, cuyas fronteras son un desafortunado accidente del devenir de la historia; y que todavía es posible resucitar no ya la Unión Soviética sino el Imperio que Rusia amasó hasta la revolución bolchevique a través de incontables guerras.
Como decía mi profesor Zbigniew Brzezinski, el Kissinger del Partido Demócrata de Estados Unidos, Rusia con el control de Ucrania se convierte automáticamente en un imperio. Y sin Ucrania, Rusia es tan ‘solo’ un Estado nación que tiene que operar con las mismas reglas del sistema internacional de Westfalia. Un orden mundial fijado en 1648, con la paz alcanzada tras la devastadora guerra de los Treinta años, en el que el Estado nación se convierte en la pieza de construcción básica del sistema internacional en detrimento de las dinastías, las religiones y los imperios. Por eso, los designios de Putin sobre Ucrania resultan tan anacrónicos. Suponen en esencia volver a tiempos muy oscuros en los que las grandes potencias hacían básicamente lo que querían con sus peones.
La ofensiva de Putin implica finiquitar con la inestimable ayuda de China el orden internacional liberal construido a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, un sistema basado en reglas y en el respeto a la integridad territorial de las naciones. Mientras vemos las terribles imágenes de la guerra en Ucrania, un veterano embajador de España recomendaba releer el Preámbulo de la Carta de San Francisco, documento fundacional de la ONU firmado en junio de 1945:
«Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles, a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, a crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional, a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad, y con tales finalidades a practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos vecinos, a unir nuestras fuerzas para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, a asegurar, mediante la aceptación de principios y la adopción de métodos, que no se usará la fuerza armada sino en servicio del interés común, y a emplear un mecanismo internacional para promover el progreso económico y social de todos los pueblos…».
En este sentido, el filósofo e historiador Yuval Noah Harari ha explicado que lo que está en juego en Ucrania es uno de los grandes logros de la humanidad: el declive de la guerra como algo inevitable y nuestra capacidad de cambiar para mejor. Sobre todo ante gigantescos retos imposibles de afrontar por separado como la pandemia o el cambio climático. De otra forma, Harari se pregunta si «la historia se repite infinitamente con los humanos condenados para siempre a recrear tragedias pasadas sin cambiar nada, excepto el decorado».