Agustín Valladolid-Vozpópuli
- España arrastra serios problemas, pero hay quien parece pretender que Gaza se convierta en el eje central de una larga campaña electoral
La magnitud del desastre provocado por la ola de incendios de este verano, junto al penoso espectáculo de unas administraciones públicas tratando de ocultar a garrotazos sus carencias, llevó a algunos dirigentes políticos hablar de Estado fallido. No es verdad. España no es un Estado fallido. No se lo están poniendo fácil, pero en España el Estado funciona. Al menos en lo esencial. Instituciones nucleares, como la Justicia, las Fuerzas de Seguridad, determinados cuerpos altamente cualificados de la Administración General del Estado, el sistema sanitario o el educativo, a pesar de los problemas que arrastran, junto a entidades que no forman parte del sector público, pero ejercen funciones públicas, como los colegios notariales; todas ellas, y algunas más del ámbito estrictamente privado, son la red de seguridad del sistema. Al margen de gobiernos y partidos. Son el Estado. Y funcionan.
Otra cosa es la España anómala a la que me refería en mi anterior artículo. La que contribuye a depreciar nuestras potencialidades; la que, por causas que nada tienen que ver con el normal funcionamiento del Estado, provoca un daño reputacional que acaba pagando el conjunto de la sociedad. El periódico repunte de graves casos de corrupción es probablemente el mayor corrosivo de la imagen de un país. Máxime si esos casos los protagonizan relevantes personajes de la vida pública cuyas andanzas acaban en las primeras páginas de los medios internacionales. Pero la corrupción, acaparando titulares y perturbando el debate sereno sobre los problemas de fondo, es también una de las capas que nos impiden ver con claridad lo que sucede en el núcleo.
Sánchez y la Ley de Murphy
No estoy sugiriendo que la corrupción sea un asunto menor. Al contrario, es como digo el que provoca una mayor erosión reputacional (último informe de Transparencia Internacional). Además, tiene un elevado coste económico: algunos estudios cifran el coste indirecto de la corrupción en el 8% del PIB. Lo que afirmo es que su persistencia, y su utilización como eficaz arma política contra el adversario -en lugar de buscar un gran acuerdo nacional para combatirlo con mayor eficacia-, impide que prestemos la atención que merecen otros problemas quizá menos rentables políticamente, pero de tanta o mayor trascendencia, sobre todo en clave de futuro.
Así no hay modo de afrontar con la mínima esperanza de mejora los grandes problemas del país. Menos aún si, en aplicación de la Ley de Murphy (por mala que sea, toda situación es susceptible de empeorar), el presidente del Gobierno ha decidido echar más tierra encima de la realidad utilizando la tragedia de Gaza como mecanismo de reclutamiento y distracción. Primer objetivo cumplido: Netanyahu le ha robado protagonismo a Cerdán, Koldo o Begoña. Segundo: Netanyahu ha movilizado a la izquierda; también a la izquierda dormida. Bien está. Lo que puede que no esté tan bien es que Gaza se convierta en el eje central de una larga (o no) campaña electoral. No niego la legitimidad de su utilización político-electoral; solo pido que no impida, como parece pretenderse, la discusión sobre la realidad del país.
¿Qué a qué realidad me refiero? Pues sin ir más lejos a la que nos acaba de restregar en la cara la Oficina Estadística de la Unión Europea, corroborando lo que ya sabíamos, que la renta real disponible de los españoles está congelada desde 2010 mientras que en la UE sube de media un 20%; me refiero a la realidad que nos ha sido recientemente revelada y que informa de que el 83,4% de los nudos eléctricos del país no pueden soportar más demanda, lo que pone en riesgo inversiones de millones de euros en inversión; me refiero a la triste realidad que ha convertido el problema de la vivienda en una gangrena social; o a la que ha normalizado la extravagancia (inconstitucional) de no adaptar cada año los presupuestos del Estado a las necesidades del país. Y por ahí seguido.
Sin proyecto de país
Ha sido Jordi Sevilla, militante socialista y ministro de Administraciones Públicas de Rodríguez Zapatero, quien en un detallado trabajo que firma en Agenda Pública ha hecho la que quizá sea la descripción más demoledora de esta realidad que se quiere ocultar. Habla Sevilla de “excesivo intervencionismo en el mundo empresarial, generando incertidumbre regulatoria, arbitrariedad -demasiados asuntos se ‘deciden’ en despachos de la Moncloa- y confundiendo, en la gestión de los sectores estratégicos, el Gobierno con el Estado”.
Pero son las conclusiones sobre la gestión gubernamental de estos últimos años, a las que llega el exministro al final de su informe, las que debieran servir para desmontar ciertas fabulaciones (cito solo los enunciados; aquí puede leerse el informe completo):
1) La pobreza no ha sido una prioridad.
2) Mejorar la capacidad redistributiva del Estado tampoco ha sido una prioridad.
3) La redistribución primaria de ingresos no ha sido una prioridad.
4) Un ascensor social averiado no ha movido al Gobierno a emprender medidas para arreglarlo.
5) El cambio de modelo productivo no ha sido una prioridad o, en todo caso, parcial y de la mano de los fondos Next Generation.
6) Consolidar nuestro Estado autonómico constitucional no ha sido una prioridad.
7) Mejorar el Estado de derecho y la lucha contra la corrupción no ha sido una prioridad a pesar de todas las enfáticas declaraciones y presentación de planes de reforma.
8) No se abordan las cuatro grandes transformaciones sociales del siglo XXI.
Y remata Sevilla: “En resumen: no se observa un proyecto de país ni social que guíe las actuaciones de los gobiernos de Sánchez”.
El fantasma de Netanyahu
Añadamos a todo lo anterior una política exterior errática e inconsistente, en la que pesan más los problemas internos que la vocación multilateralista que se predica; una política exterior poco fiable que incluye decisiones no compartidas con nuestros socios, como el cambio todavía inexplicado sobre el Sáhara, la infantil rebeldía frente al consenso en el seno de la OTAN, la posición ajena a la del conjunto de la UE sobre Israel o la unilateral y privilegiada relación con China (pronto conoceremos, por cierto, nuevos datos sobre este particular). Y sumemos las cada vez más frecuentes amonestaciones que recibimos desde organismos públicos o privados.
Esta reprimenda del V-Dem Report de 2025 es especialmente sensible, por las variables que evalúa porque, aunque España sigue apareciendo como una democracia estable, refleja por primera vez un retroceso en materias tan delicadas como la libertad de prensa y de expresión, la calidad deliberativa, la participación de la ciudadanía en la política, la independencia judicial y el acceso al discurso público. El report, aquí muy bien resumido por José Manuel Velasco, también cita como elementos de preocupación la desinformación y la polarización. En fin, el que no quiera ver que no vea, pero esta de hoy es una España poco fiable que despierta crecientes recelos, como acreditan algunas preocupantes señales (véase, por ejemplo, hasta dónde llega la penuria de visitas de Estado a España en comparación con otras etapas) y recientes vetos. Una España achicada, con un gobierno al frente “débil y desnortado” (Jordi Sevilla), a la que no va a ser el fantasma de Netanyahu el que saque de su anomalía.