IGNACIO VARELA-EL CONFIDENCIAL

  • Si quedara un gramo de sensatez en la política catalana —y en la española—, esta elección nunca se habría convocado para esta fecha
Si Isabel Díaz Ayuso hubiera decidido el 20 de diciembre convocar elecciones anticipadas en la Comunidad de Madrid para el 14 de febrero, quienes defienden la celebración a toda costa de estos comicios en Cataluña (empezando por el Gobierno central) estarían llamándola loca furiosa y exigiendo no ya la suspensión inmediata de tan insensata convocatoria, sino su procesamiento por prevaricación. Y lo harían con razón.

Pues bien, eso es lo que han hecho los partidos gobernantes en Cataluña sin que se haya escuchado un solo reproche, como si la fecha fuera fruto de un destino fatal y no de un cálculo político atolondrado que se volvió contra sus autores. Provocar deliberadamente esta convocatoria fue una irresponsabilidad. Arrepentirse después y tratar de anularla, una chapuza. Y celebrar la votación, una temeridad. Soy un firme defensor del principio de legalidad, pero no tanto como para ponerlo por delante de la vida humana.

Quizá todo salga bien en la jornada electoral. Ojalá a las nueve de la mañana estén todas las mesas constituidas con normalidad, todo el mundo acuda ordenadamente a votar en el tramo horario que le corresponde, no haya un solo problema en los colegios, todos los votos por correo lleguen puntualmente a su destino y el recuento sea impecable. Y, sobre todo, ojalá no haya un contagio ni una familia en Cataluña tenga que maldecir esta votación unos días más tarde.

Si se produjera esa feliz alineación astral, el único coste de la peligrosa convocatoria sería una abstención colosal, que parece inevitable. La participación más baja en la historia de las elecciones autonómicas en Cataluña fue del 57% en 2006. Veremos si se alcanza esa cifra. Pero aquella fue una abstención libre, por desinterés, y, por tanto, democráticamente asumible. No lo es que cientos de miles de personas se sientan impelidas a no ejercer su derecho de voto porque tienen miedo, un miedo racional y fundado.

Además de la abstención, varias cosas importantes podrían torcerse. Lo más importante, los contagios. Es evidente que los habrá, y no pocos. Sin contar a los votantes, este domingo habrá más de 27.000 miembros de las mesas electorales, además de 4.100 representantes de la Administración y 14.000 policías (todos ellos, obligados). Añadan un número indeterminado, pero cuantioso (alrededor de 50.000 en las últimas elecciones), de interventores y apoderados de los partidos. Cerca de 100.000 personas pasarán el día trabajando en 2.763 locales cerrados, con un flujo continuo de votantes durante toda la jornada. Cada contagio en ese grupo justificaría de sobra una demanda contra quien los obligó a arriesgar su salud.

¿Podrán constituirse las mesas? Cerca de 25.000 personas (más de la cuarta parte de los designados como titulares o suplentes) ya han solicitado no acudir, alegando motivos de salud. Como es imposible que las juntas electorales comprueben en pocos días la circunstancia sanitaria de cada uno, las responderán a voleo. Unos cuantos desacatarán la orden y, entre las ocho y las nueve, habrá un frenesí de llamadas a suplentes, de desplazamientos de suplentes de unos a otros colegios y de cazar a los primeros que se presenten a votar para completar la mesa. Es probable que tras el maremágnum se consiga, mal que bien, formar la mayoría de las mesas, pero no todas. Unos cuantos miles de sufragios quedarán aplazados hasta el martes.

La votación tendrá un aspecto surrealista. Los miembros de las mesas, vestidos de buzo y con dos metros de distancia entre sí y con todos los que los rodean. Votantes enmascarados (digo yo que se tendrán que quitar la mascarilla para que los reconozcan), entrando con cuentagotas en la sala. Colas en la calle, dicen que el domingo lloverá. Si alguno decide usar la cabina de voto, habrá que desinfectarla inmediatamente por los aerosoles. Menos mal que participará poca gente porque, si decidiera acudir el 80% como en 2017, sería materialmente imposible completar la votación.

Dicen que hay tramos horarios para ir a votar por edades, pero serán solo indicativos: a nadie se le puede prohibir que vote cuando se le antoje mientras su mesa esté abierta. Si un joven de 18 años se presenta a votar a las nueve de la mañana, ¿le dirán que vuelva más tarde?, ¿o le dirán que llegó tarde al anciano que acuda a última hora?

Completada la votación presencial, habrá que meter en las urnas los votos por correo, suponiendo que hayan llegado todos en tiempo y forma. 285.000 personas han elegido votar por esa vía, casi cuatro veces más que en la ocasión anterior. Permítanme que dude de la capacidad de la administración de correos y de la administración electoral para digerir esa avalancha y hacer llegar todos y cada uno de ellos a su mesa antes de las 9:00 del domingo, como marca la ley. Muchos se quedarán por el camino: más dudas.

Finalmente, el recuento. Pongamos velas para que no sea necesario censurar la publicación de los resultados porque el número de mesas no formadas sea muy elevado. Esa censura no funcionaría. Los partidos dispondrán de los datos del recuento por las actas de sus interventores, y los filtrarán. Las juntas electorales prohibirían su difusión, pero para eso están las redes y las webs incontrolables del mundo entero. Si el resultado es apretado (que lo será), las 48 horas hasta el martes serán un infierno, una campaña frenética por arañar cada voto. Como las mesas aplazadas estarán identificadas, los partidos perseguirán a esos electores por tierra, mar y aire. Si usted y sus vecinos están entre ellos, les recomiendo que se encierren en casa, desconecten el timbre y apaguen todos los dispositivos electrónicos.

Todo ello, en un ambiente político irrespirable, cargado de bulos y de acusaciones cruzadas. Quienes se sientan perjudicados por el resultado dispondrán de múltiples pretextos para impugnarlo o, al menos, desacreditarlo. Algunos lo están haciendo preventivamente: TV3 sigue explicando con detalle cómo zafarse de formar parte de las mesas. Algún partido independentista ya ha sugerido que no hay que fiarse de Correos, una empresa española dirigida por un acólito de Sánchez. Si el independentismo no alcanza sus objetivos podríamos ver, por segunda vez en pocos meses (Trump), una elección descalificada no por la oposición, sino por el poder.

Si quedara un gramo de sensatez en la política catalana —y en la española—, esta elección nunca se habría convocado para esta fecha; y una vez convocada, se habría buscado la forma de aplazarla con el menor sufrimiento posible del derecho. Si hay un lugar en el que una jornada electoral a cara de perro en plena pandemia puede convertirse en un caos, es la Cataluña tóxica y desgobernada de este tiempo. Pero confiemos en la fortuna: a veces se ordenan las cosas para que todo salga mal y resulta que todo sale bien.