- La universal corrupción, ese nombre de andar por casa de la muerte, lo ha ido envolviendo todo. Nadie podrá sobrevivir demasiado tiempo bajo su pestilencia. No, no es que todo se pudra. Es que ya todo se ha podrido
Antes de ser categoría moral o política, «corrupción» [phthorá] fue, para los griegos, el sustantivo que, en la naturaleza, da aviso de la muerte. En la historia de la filosofía, marca con su gravedad el deslumbrante tratado que le dedica Aristóteles. Acerca de la generación y la corrupción es una metafísica primordial de la vida: esto es, de lo que muere. La tesis había sido ya apuntada por Platón, en los veinticinco pasajes que, en su obra, registra de esa palabra el Léxico de Édouard des Places.
La inteligencia de ambos maestros griegos reposa sobre una idéntica intuición, que debe con seguridad su origen a aquel efesio Heráclito, que, bajo la metáfora del arco y la lira (de los mismos cuernos, con una ligera alteración en su ángulo, están hechos los instrumentos de muerte y vida que son símbolos de Apolo), había postulado cómo, «en toda cosa, lo mismo es ser y no ser». En la versión, más acabada, la de Aristóteles, «la generación y la corrupción están presentes por igual en cada uno de los entes». En epítome: vivir es posponer el tiempo que nos horada y a cuya virtud podemos indistintamente llamar, bien corrupción, bien muerte.
Un halo cadavérico envolvía anteayer al fiscal general del Estado. Como una vaharada de putrefacción, inundó la sala con el revuelo de su toga desvestida para ocupar el vil banco de los acusados. Todo lo que sucedió luego apestaba. Pero no más —ni menos— de lo que apesta cada recoveco sombrío del Estado en estos mugrientos días que corren. Un fiscal general que dicta las órdenes del interrogatorio que ha de realizar sobre él una subordinada suya, es, sin duda, lo más escalofriante que ha visto la Europa de los tres últimos cuartos de siglo en el ámbito penal. No hay calificación. Hasta el más extremado insulto se trocaría en infantil mimo al chocar con una armadura así. La conclusión es seca: un fiscal general, en la España de Pedro Sánchez, posee esa perfecta impunidad que ni un rey absoluto tiene.
A las mismas horas, otra idéntica pestilencia. Grabación magnetofónica, en este caso. Una, que se presenta como delegada del ‘Número Uno’ socialista, propone amigable soborno a un fiscal. ¿Motivo? El ‘Número Uno’ está preocupadísimo por las posibles consecuencias penales que amenazan a los tenebrosos negocios familiares de su esposa. «Hay que borrar todo. Y, cuando digo todo, digo todo». La delegada no sabe que el fiscal está grabando. Y se recrea en la suerte. A fin de cuentas, ese fiscal ha podido saborear ya las amargas hieles de no haber sido dócil con el amo de Moncloa. Pero el amo es bondadoso: le propone un ventajoso trueque. Óptimo para todos. El fiscal borra pruebas y el ‘Número Uno’, a cambio, le devuelve el cargo del que lo privó. Todos ganan. En un segundo movimiento, la avispada mensajera y sus cómplices anuncian tener vídeos sexuales de otro fiscal más, para ponerlos a disposición pública si no se aviene a mejores razones.
Por las mismas horas, la delegada de un delincuente huido de la justicia amenaza al presidente del gobierno en el parlamento. «Es usted un cínico y un hipócrita», le asesta. Ella es la portavoz de un prófugo, pero no parece que en lo dicho haya nada que cuestionar: se le pueden atribuir a su interlocutor cosas peores. Y el presidente, por supuesto, traga. Sabe que tendrá que aceptar el alza en el precio del chantaje que le está siendo administrado desde Bélgica. Y lo sabemos todos. Lo hará. Que nadie lo dude.
La universal corrupción, ese nombre de andar por casa de la muerte, lo ha ido envolviendo todo. Nadie podrá sobrevivir demasiado tiempo bajo su pestilencia. No, no es que todo se pudra. Es que ya todo se ha podrido.