SANTIAGO GONZÁLEZ-EL MUNDO

Hace tiempo acuñé para Artur Mas el apodo de el increíble hombre menguante, homenaje a Jack Arnold, metáfora de sus resultados electorales y de la duración de sus legislaturas, cuatro en siete años. Su representación parlamentaria pasó de 62 a 50 escaños en 2012. En la de 2015 compareció junto a Esquerra en Junts pel Sí y perdieron nueve parlamentarios, de los 71 que sumaban a los 62 que obtuvieron en coalición.

También menguó el talento de los líderes, usemos el patrón de inteligencia que queramos. Mas venía muy justito, comparado con el padre fundador, un ladrón, pero con cabeza. Luego, su figura engrandeció al comparar su recuerdo con Puigdemont y la de este por contraste con Quim Torra, un tipo que asume paladinamente su papel de recadista. Mientras, CiU se descomponía, como después lo hizo la propia Convergència y los presidentes de la Generalidad empezaron a integrar en su proyecto a la oposición antisistema. Recordarán los lectores, y si no para eso estamos, que los indignados bloquearon la entrada a la cámara catalana y obligaron a Mas y a aquella tía que entonces la presidía, De Gispert, a sobrevolar el cordón con helicóptero para poder debatir los presupuestos. Aquello fue el embrión de la CUP, socio determinante desde entonces en la deriva golpista.

En este proceso, los gobernantes han abandonado toda responsabilidad con los intereses de los catalanes y solo han prestado atención a sus ensoñaciones y a sus paranoias por muy ridículas que fueran. La deuda de la Generalidad asciende a 72.000 millones, los servicios públicos han dejado de merecer atención, el Parlamento ha sido cerrado por la mayoría independentista a su voluntad y no ha aprobado una sola ley durante los once meses que han transcurrido de 2018. No hay quién dé más.

Los ciudadanos de Cataluña habían venido aceptando este estado de cosas con admirable paciencia. Hasta que abandonaron su posición pastueña el miércoles. Médicos y bomberos bloquearon el Parlamento en protesta contra los recortes y los estudiantes colapsaron varias universidades en protesta contra las tasas. Ayer siguieron las protestas y las movilizaciones contra los recortes que inició Mas, el condenado por malversador, y continuaron de forma mecánica sus sucesores, que nunca estuvieron interesados en administrar los asuntos de los catalanes.

Esto ha sido así durante todo el procés, lo que pasa es que ahora no cuela y empiezan a maliciarse que no es España quien les roba. Especialmente patético es Eduard Pujol, portavoz de JxCat, que denuncia la persecución a que fue sometido en Madrid por un señor maduro que lo perseguía en patinete por la calle Princesa y alertaba a los suyos para que no se distrajeran con las listas de espera y otras cuestiones no esenciales. Entre los últimos en la protesta hay también sin duda separatistas arrepentidos, bomberos, un suponer. Lo que llama la atención es que estén empleando los mismos medios que los indignados de antaño. Ellos también lo son. Estamos pasando del proceso al conflicto, como lo llamarían sus homólogos vascos, mientras se atisba su fin inexorable: el enfrentamiento. «Le nationalisme, c’est la guerre», lo dijo Mitterrand y pocas veces estuvo tan preciso.