Arcadi Espada-El Mundo

Mi liberada: 

Convengo contigo y con tu ánimo ceniciento en que es una estupidez decir que las cosas van bien. Qué son las cosas, qué cosas, qué significa ir y qué significa bien. Cómo puede decirse que las cosas van bien si voy a morirme, y aún peor, si voy a ser, probablemente, uno de los últimos humanos en morirme. Pero esas cuatro palabras despiertan y cobran un sentido beligerante en cuanto tú dices la estupidez simétrica: «Las cosas van mal». Es entonces cuando adviene una briosa necesidad de deshacer el empate mediante el único procedimiento posible, que es la comparación con el pasado. ¿Cómo puedes decir entonces, imperial cacasena, que las cosas van mal? Los editores del próximo libro de Steven PinkerEnlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism and Progress han cometido un grave error al publicarlo el próximo febrero. Este libro beligerantemente optimista debía haberse editado a finales del año cuando los resúmenes de los medios dibujan su apocalipsis ritual. En su ausencia me conformaré con darte noticia de un artículo que mi amigo Manu Mostaza me trae como presente navideño. Lo escribe, lo suma cabría decir, Max Roser, joven economista en Oxford y responsable de una web imprescindible: Our world in data. El artículo se titula La breve historia de las condiciones de vida y por qué es importante que la conozcamos. Hay cinco capítulos fundamentales.

1. Pobreza. Desde 1990 hasta hoy mismo los periódicos podrían haber publicado cada día este titular: «El número de personas extremadamente pobres disminuyó ayer en 130.000». 

2. Educación. En 1960 había más analfabetos (58%) que alfabetizados (42%). En 2014 la relación se ha invertido en estos términos: 85%-15%. Y los del 15% son todos viejos. Una proyección para el año 2100 sugiere que no habrá nadie sin educación formal y que siete mil millones de mentes habrán recibido educación secundaria. 

3. Salud. En el año 2000 aún moría un 8% de la población antes de cumplir los 5 años. En el 2015 la cifra había bajado a la mitad. Tiene aún más interés esa cifra moderna que la remota de la mortalidad de niños en 1800: un 43%. 

4. Libertad. En el año 1950 el 31% de la población vivía en una democracia. Hoy vive el 56%. El carácter del crecimiento se aprecia mejor cuando se piensa que 4 de cada 5 súbditos viven en China. 

5. Población. Durante el siglo XX la población se cuadruplicó. Los demógrafos del Instituto Internacional de Análisis de Sistemas Aplicados, en Austria, calculan que hacia 2075 la población mundial dejará de crecer.

Al lado de estos datos hay que añadir los de una encuesta de 2015 a 18 mil ciudadanos repartidos entre 9 países. No estaba España. La pregunta era simple: «¿Cree que el mundo mejora?». La mejor cifra la dio Suecia: un 10% de suecos creen que sí. La peor Francia: un 3% de franceses creen lo mismo. Algunos datos laterales de la encuesta son puramente asombrosos: dos tercios de ciudadanos norteamericanos creen que la pobreza extrema se ha duplicado. En un lugar destacado de su estudio Roser se pregunta por las razones de esta paradoja brutal. Su respuesta implica a los medios de comunicación en términos que son conocidos. Para los medios las noticias son solo las malas noticias y eso pervierte la percepción de la opinión pública. Es cierto. El problema, sin embargo, no es tanto esa fijación por las malas noticias –humanísima de todos modos: interesan más (¡por el momento!) los divorcios que las bodas de oro– como la relación que se da entre hechos y procesos. He visto decenas de veces en la televisión –¡haciéndola!– cómo una buena noticia estadística sobre la bajada del paro se compensaba de inmediato con una historia real, encarnada en un parado de larga duración o en un joven trabajador de contrato precario. Lo contrario es rarísimo. Es decir, que a las historias reales de las mujeres asesinadas en este cruel final de año se le añada la compensación estadística. Por ejemplo, la de que en 2017 se habrá producido la segunda cifra de crímenes de pareja más baja en una década en España. Esta relación unívoca entre hecho y proceso es lo que da tantas veces un carácter anticuado e insuficiente al periodismo. Roser no incluye a la política entre los responsables de la paradoja. Debería hacerlo. La política es la principal generadora de malas noticias –y de mal humor. Basta un ejemplo vulgar. Cuéntese en cualquier debate de la gran mayoría de parlamentos el voluminoso desequilibrio entre el relato de lo que va bien y de lo que va mal. Y véase luego, en las páginas de los periódicos, el mismo efecto. Como en el caso del periodismo, sin embargo, es razonable preguntarse si esa permanente, y tantas veces histérica, enfatización de lo que va mal no es, precisamente, una de las condiciones de la mejoría de las cosas. 

La política revela otro problema. Se insinúa en los capítulos sobre el estado del mundo que organiza Roser. Al fin y al cabo la libertad parece haber crecido menos que la salud o la educación. Y eso por no referirse a los graves y nuevos problemas en la libertad misma que ilustran Trump, el Brexit y el asalto revolucionario a la democracia española de los aciagos nacionalistas catalanes. Hay razones para sospechar que la política es hoy el principal problema. A su elefantiásica lentitud y su incapacidad para ordenar el paso rápido de los avances, sean la irrupción digital, el corta y pega genético o las evidencias del cambio climático, se añade la vulnerabilidad principal, que es la de sus relaciones con una opinión pública nueva y cuyos mecanismos de formación aún no se comprenden fácilmente. La tentación es escribir que todo va bien menos la política, pero es que la política lo es todo. 

El oxoniense Roser da razones sensatas para oponerse a la feroz contradicción entre la mejora objetiva de la vida y la percepción que tiene de ella la mayor parte de los hombres. Y advierte que las historias individuales que el periodismo adora no deben ocultar la historia de los millones de hombres que cuentan las estadísticas. Qué duda cabe. Pero más allá del periodismo y de la política nuestro estadístico no menciona la razón de origen del pesimismo colectivo. Y es que mientras las estadísticas permanecen inalterables, cifrando el bien colectivo, toda historia individual acaba mal. Por el momento. 

Sigue ciega tu camino 

A.