IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS
- Bajo la pretendida dignidad democrática de las derechas frente a un Gobierno “iliberal” de las izquierdas se esconde un nacionalismo primario y herido que no puede soportar una idea de España diferente de la suya
La situación política española continúa dominada por la confusión. Como en las malas series, que estiran las historias hasta hacerlas inverosímiles, las derechas han exagerado el guion original y ahora presentan sus pulsiones nacionalpopulistas como principios democráticos. Su rechazo visceral de los partidos independentistas (Bildu, Junts, Esquerra) y su terror ante cualquier indicio de interpretación plurinacional de nuestra Constitución se convierten, casi por arte de magia, en un intento de impedir la ruptura del Estado de derecho y la eliminación de la división de poderes. Precisamente porque utilizan un lenguaje supuestamente democrático, llaman “dictador” al presidente del Gobierno, califican de “golpe de Estado” al proyecto de ley de amnistía y piden ayuda a las instituciones europeas para salvaguardar nuestro orden constitucional.
Semejante impostura intelectual solo se sostiene gracias al sólido apoyo mediático que reciben. Sin la legión de editorialistas, columnistas, expertos en Derecho Constitucional y demás opinadores que subrayan insistentemente la tesis de que la democracia española corre peligro con el actual Gobierno de coalición, la cosa no tendría credibilidad alguna. Sin embargo, gracias a la repetición del mensaje, este va calando, hasta el punto de que los exaltados que acuden a las concentraciones frente a la sede del PSOE en Madrid utilizan el lenguaje de los derechos y procedimientos democráticos entre banderas franquistas, rezos marianos y llamadas a meter en prisión, o directamente a matar, a los políticos electos de las izquierdas. Gracias a estos manifestantes, podemos ver de la forma más descarnada la gran contradicción que luego políticos y opinadores se encargan de disimular: la contradicción entre un discurso pretendidamente democrático y una deriva autoritaria y excluyente innegables.
No quiero decir con ello que no haya razones para criticar la política alianzas del PSOE. Mencionaré tres para dejarlo claro. La primera consiste en señalar la incoherencia de los dirigentes socialistas, que en su día se pusieron unas líneas rojas que han terminado cruzando. Además, Pedro Sánchez ha pasado de comprometerse a traer a Puigdemont a España para que rinda cuentas ante la Justicia y de asegurar que lo ocurrido en Cataluña en otoño de 2017 fue una rebelión, a promover una ley de amnistía para todas las personas afectadas judicialmente por sucesos relacionados con el procés. La segunda crítica echa en cara al PSOE que su acuerdo con Junts solo obedezca a una ambición de poder: todo se hace por siete votos. La tercera crítica se basa en la idea de que el protagonismo concedido a los grupos independentistas pone en marcha una dinámica política de vaciamiento del Estado central que, en último término, hace peligrar la unidad nacional (el “España se rompe”).
Cada cual pensará lo que quiera sobre este tipo de críticas. Muchos estarán de acuerdo y otros cuantos no. Todo esto es completamente natural y entra dentro de los parámetros normales del debate político en una democracia liberal. Es lógico, pues, que haya votantes enfadados en la izquierda y en la derecha que crean que el PSOE ha virado sin ofrecer razones convincentes para ello.
Ahora bien, ninguna de estas críticas afecta ni a los valores democráticos ni a las reglas constitucionales ni al Estado de derecho. Que el legislativo apruebe una ley orgánica de amnistía no es una ofensa a la democracia. La constitucionalidad de esta ley, como la de cualquier otra, podrá someterse a la consideración del Tribunal Constitucional. Mientras este no se pronuncie, la presunción de constitucionalidad prevalece. Ni la amnistía ni los indultos suponen una ruptura de la división de poderes; son instrumentos a los que se recurre en muchas democracias. Puede pensarse, por supuesto, que es una injusticia amnistiar al señor Puigdemont, pero tanto ese punto de vista como su contrario son legítimos en un sistema democrático. De la misma manera, que una comisión de investigación parlamentaria debata sobre episodios de lawfare podrá gustar más o menos, pero no es una violación de la separación de poderes ni una ruptura del Estado de derecho, se pongan como se pongan jueces y juristas.
En realidad, bajo la pretendida dignidad democrática que quieren defender las derechas frente a un Gobierno “iliberal” de las izquierdas, lo que se esconde es un nacionalismo primario y herido que no puede soportar que desde las instituciones se presente una idea de España diferente de la suya. Lo que está en juego con las alianzas parlamentarias que han hecho posible el actual Gobierno no es la arquitectura institucional del sistema, sino un modelo de España, una de cuyas partes fundamentales es un relato sobre lo sucedido durante la crisis constitucional de 2017, que las derechas solo entienden como un intento fallido de “golpe de Estado” contra la democracia española.
La mejor demostración de que lo que late en el fondo de la campaña brutal de la derecha no es sino nacionalismo excluyente consiste en la enmienda a la totalidad que ha presentado el Partido Popular a la ley de amnistía, que abre la puerta a la ilegalización de los partidos independentistas. Se trata de una medida que atenta contra el principio más básico del pluralismo político. Revela que el PP ya está totalmente infectado del virus excluyente de la extrema derecha de Vox. Este partido, desde sus orígenes, viene propugnando la ilegalización de los partidos nacionalistas no españolistas. Por lo demás, la enmienda presentada ahora por el Partido Popular no es sino la conclusión lógica de la campaña iniciada hace tiempo por la presidenta del PP madrileño, Isabel Díaz Ayuso, quien defiende la necesidad de ilegalizar Bildu entre la indiferencia o la aprobación de tanto autoproclamado “liberal”.
Las derechas se encontraron el 23-J con la incómoda constatación de que es la pluralidad nacional lo que obstaculiza su acceso al poder. La solución última parece consistir en encontrar el pretexto para ilegalizar a los partidos nacionalistas catalanes y vascos y, de esta manera, poder ajustar el país real a su ideal de país, basado en una concepción mononacional y homogénea de la sociedad española.
Meter en el debate público la ilegalización de partidos políticos porque no comparten una determinada visión de España (“deslealtad constitucional” lo llaman) supone una alteración profunda de las bases democráticas de nuestro sistema político. Es la demostración más palpable de que nuestras derechas han emprendido una senda iliberal. Lo irónico es que lo hagan en nombre de la Constitución de 1978 y de la democracia y, encima, que el trampantojo funcione. Es el mundo al revés, unas derechas que quieren cercenar el pluralismo político envolviéndose en consignas democráticas, acusando a las izquierdas de quebrar el Estado de derecho por intentar aprobar una ley orgánica de amnistía según los procedimientos constitucionales.
Que, en estos momentos, el programa del PP consista en introducir nuevos tipos penales que permitan ilegalizar partidos incómodos para su concepción estrecha de España muestra dónde están los verdaderos peligros en nuestra democracia. La amnistía de Puigdemont y otros muchos dirigentes independentistas podrá resultar insoportable para muchos y quizá haga perder a las izquierdas las próximas elecciones generales, pero no puede presentarse como un ataque a nuestro sistema político. Lo que sí cuestiona las bases de nuestra democracia es querer acabar con la pluralidad de opciones partidistas mediante el Código Penal.