ABC 26/04/15
HERMANN TERTSCH
· ABC avanza extractos de dos capítulos de «Días de Ira», una reflexión urgente de Hermann Tertschch sobre la política en España y Europa. Es la visión de un momento histórico en el que hechos imprevisibles producirán cambios profundos con grave incidencia
La deslegitimación de la Transición «Memoria histórica» es el eufemismo que Zapatero convirtió en nombre de su operación de fomento de la revancha para la liquidación de la reconciliación nacional Una operación brillante La mentira del antifranquismo, es evidente, ha sido la operación político-cultural más eficaz y brillante de la izquierda española
La gran mentira antifranquista tuvo efectos añadidos de inmensa gravedad, de cuyo alcance comenzamos a ser conscientes muy tarde. Con la mentira sustentada en el desconocimiento vigilado y cultivado, grandes sectores de la sociedad identifican con la simpleza y puerilidad de las sociedades actuales al franquismo como el mal absoluto y la República y el antifranquismo como el bien impoluto.
Por ello todas las virtudes que habían sido protegidas o ensalzadas durante el franquismo pasaron a ser despreciables o sospechosas. Muchas de ellas eran las virtudes tradicionales, honradas y fomentadas en todos los estados europeos. Así la propia unidad de España y su símbolo, la bandera nacional, el sentimiento religioso, el patriotismo, el deber, el sacrificio, la lealtad o la autoridad, incluso la cortesía, pasaron a formar parte de vergonzosas rémoras franquistas al progreso. Que debían ser combatidas. Y progresista –¡cuán prostituida palabra! – era todo lo contrario a las virtudes enumeradas. La derecha no combatió estea coso a los valores tradicionales.
Por lo mismo que no ha hecho tantas otras cosas que se exigía de las fuerzas conservadoras y liberales. Por miedo a ser tachadas de franquistas o fascistas. Así, aunque en la vida privada mantuviera otro lenguaje, la derecha acató muy pronto esa narrativa de la izquierda. Décadas sin enmienda en una educación entregada irresponsablemente a la izquierda y a los nacionalismos periféricos han hecho el resto. Con el triunfo generalizado del nacionalismo antiespañol, el localismo, el desmantelamiento de la cultura clásica y tradicional y la imposición de una subcultura del igualitarismo y el resentimiento social, que actúa como un mecanismo de bloqueo a toda excelencia y esfuerzo. Ya se han juntado todos los factores necesarios para una ofensiva de quienes pretenden ganar una guerra que perdieron sus correligionarios hace ochenta años y lograr el desembarco en Europa de un nuevo proyecto totalitario, que se ha hecho fuerte en Latinoamérica pese a sus catastróficos resultados.
España, con las debilidades que han aflorado en la pasada década en sus estructuras democráticas y en su sociedad, es un campo de experimentación que reúne para ellos todas las condiciones. Hay ciertos gremios, periodistas, jueces, farándula de la secta tradicional socialista, que ya se han integrado en dos grupos. Unos son de Podemos porque sí y otros son de Podemos por si acaso. Una vez más, cuando más se necesitan personas que levanten la voz y hagan frente a la mentira y la intimidación, la inmensa mayoría prefiere que todo le coja de perfil.
La terrible trampa para las nuevas generaciones que ha sido la educación pública no ha creado individuos independientes ni valientes. La mentira del antifranquismo, es evidente, ha sido la operación político-cultural más eficaz y brillante de la izquierda española. Ha paralizado durante décadas, atenazado en sus complejos, a toda la sociedad que no forma parte de esa izquierda trágicamente identificada de nuevo con el frente popular de la Guerra Civil.
Además, la creciente indiferencia del español hacia todo lo que no le afecte de forma directa nos va acercando de nuevo al aislamiento de los pueblos primitivos. Debería producir consternación esta evidencia de que gran parte de la sociedad española parece intelectualmente incapaz de entender situaciones externas que la ponen en peligro. Una mayoría parece convencida de que un peligro nacional puede y debe solventarse por sí mismo. En todo caso sin que nadie deba asumir una responsabilidad y mucho menos un riesgo. Lo que convierte a España poco menos que en un inmenso rebaño de ovejas que, ante cualquier agresión, reaccionaría con pánico y en una huida desorganizada. De la oveja indolente a la oveja aterrada. La capacidad de una autodefensa nacional organizada sería nula y, en teoría al menos, nos podrían invadir, ocupar y tiranizar a toda la nación con fuerzas muy escasas. Ahí está el problema. En que el peligro es real y nadie quiere darse por enterado. No existe la percepción del peligro, ni siquiera la noción del peligro mismo. El dato más tenebroso está en que solo un 16 por ciento de los españoles se declara dispuesto a sumarse a luchar en defensa de la patria de ser esta atacada.
No hay ningún país de cultura occidental en libertad donde tan libremente la gente en general reconozca sin ningún pudor que no dice lo que piensa. Quienes asumen sin resistencia, queja ni réplica las mentiras, son cómplices de las mismas y corresponsables del daño que aquellas produzcan. El daño que ha producido no decir la verdad en España es bastante evidente en todos los campos de la actividad humana. Ahí están hechos añicos los prestigios y las reputaciones y famas de personas otrora admiradas, y de instituciones antaño intocables. Ahí están quienes ante las fantasías y ocultaciones de los nuevos bárbaros de Podemos responden que las prefieren a las mentiras de siempre del «sistema» y de la «casta». De ahí que estemos de nuevo en una situación histórica en la que la necesidad, la urgencia, por defender la democracia podría forzarnos a la virtud de comenzar a desmantelar las mentiras del pasado. Para inocular veracidad y autenticidad al nuevo discurso político.
Oportunismo e impostura
Todos creyeron necesario ocultar sus vergüenzas en España, donde quienes más presumen de antifranquismo –siempre ha pasado cuando caen las dictaduras– son los que más sumisos fueron al régimen anterior. Los mismos que se esfuerzan por serlo también con el siguiente. Nada hay en contra de que las personas se adapten a las nuevas circunstancias históricas para vivir de la mejor forma posible. Pero la dignidad, en quien la tenga, debiera impedir que los muy comprometidos con un régimen defiendan al régimen contrario con el mismo ahínco. Solo gentes como la pareja de brillantes villanos y cínicos geniales de Joseph Fouché y Charles Maurice de Talleyrand pueden lograrlo con algo de gracia.
He asistido muy directamente, tanto en España como en Europa oriental, a una infinidad de transformaciones, la mayoría de ellas aceptables, con algo de condescendencia, como muy humanas debilidades en los intentos de adaptación para no renunciar a ambiciones en las nuevas circunstancias bajo signo contrario. A su cabeza están los grandes impostores. El más célebre en España ha sido Enric Marco, el gran representante de los prisioneros españoles en Mauthausen que, ya nonagenario, tuvo que reconocer que jamás había estado en aquel campo de concentración. Pero la legión de impostores va mucho más allá. Vean, por ejemplo, el caso de dos abuelos que han tenido una trágica relevancia para la política actual española y por desgracia ya en alguna medida para la historia. Son los abuelos del gran artífice del retorno del revanchismo y el enfrentamiento entre españoles, José Luis Rodríguez Zapatero, y del hombre que se dice destinado a seguir sus pasos en la jefatura del Gobierno de España, Pablo Iglesias. Zapatero tenía, como todo el mundo, dos abuelos. Aunque él siempre habló de uno solo. Paradójicamente ,lo hacía y de forma emocionada sobre el abuelo que nunca conoció, el capitán Rodríguez Lozano, un militar leonés muy activo en la represión de la Revolución de Asturias en 1934, pero después fusilado por las tropas de Franco tras el alzamiento por sus simpatías socialistas y masónicas. Y con el que construyó todo el esperpéntico armazón argumental para darle una vertiente personal y emocional a la llamada «memoria histórica», ese eufemismo que Zapatero convirtió en nombre de su operación de fomento de la revancha para la liquidación de la reconciliación nacional. Que era la piedra angular de toda la operación de deslegitimación de la Transición política y, por ende, de la Constitución Española de 1978. Zapatero se dedicó a construir todo un mito en torno al abuelo, tan ridículo y falsario como toda su visión de la Guerra Civil, que era cantada, promovida y difundida por el coro de aduladores y los bardos del «Bambi del talante».
No es casualidad que ahora tengamos que vérnoslas con otro abuelo. Ni que este sea precisamente el de Pablo Iglesias, el joven profesor que acaudilla el partido de Podemos, un híbrido de genialidad del oportunismo político, movimiento ciudadano antisistema y franquicia dictatorial. Pablo Iglesias es el hijo político más relevante de Zapatero. Sin el abuelo de Zapatero, sin la «memoria histórica», el movimiento de protesta contra la crisis, contra la corrupción, contra la austeridad, no habría tenido el carácter de ataque frontal al sistema democrático emergido de la Constitución de 1978.
El movimiento del 15-M solo pudo ser secuestrado por una extrema izquierda para formar el núcleo de Podemos porque, en dos legislaturas de Zapatero, se había producido una ideologización masiva, toda ella enfocada a idealizar al Frente Popular y dividirla sociedad española. Aquel proyecto quedaba diseñado en el Pacto del Tinell en Cataluña –todos juntos contra el PP, frente popular contra el fascismo–, cuando Zapatero ya era secretario general en España. Su principal objetivo era el desmantelamiento de la legitimidad de la Transición política. Gracias a ello ha podido llegar después, cabalgando sobre la ola de indignación, tensión y resentimiento por la crisis y la corrupción, la cúpula de Podemos con Iglesias a la cabeza propugnando acabar con la Constitución.
Como resultado directo de la irrupción del zapaterismo en la historia de España, se han vuelto a formar bandos que odian a otros españoles única y exclusivamente por motivos ideológicos. En todo caso, el odio ha vuelto y es, de nuevo, un factor importante para la lucha política cotidiana y para la movilización de ciertos sectores de la ciudadanía. Ese es, en mi opinión, el principal legado de Rodríguez Zapatero a la historia de España. Ese legado es también, y no casualmente, la lanzadera para el proyecto político, sin duda de intenciones golpistas, de Iglesias, Monedero y los demás cabecillas neobolcheviques.