Ignacio Varelo-El Confidencial

No creo que la manifiesta negligencia gubernamental de esos días deba acarrear necesariamente consecuencias jurídico-penales. No todo lo mal hecho es delictivo

Es evidente que el Gobierno se comportó de forma temerariamente imprudente en la semana previa al 8 de marzo. No se trata de ejercer de profetas del pasado: el virus ya se había hecho presente en España y se sabía lo suficiente para tomar consciencia de que cualquier acto masivo sería peligroso para la salud pública.

Basta repasar la prensa de aquellos días. Italia ya estaba anegada de infecciones, en Madrid se habían producido las primeras muertes, la OMS había declarado la emergencia sanitaria global, los editoriales de los principales periódicos reclamaban acciones internacionales urgentes para hacer frente a la expansión de la epidemia y a sus efectos económicos (ver editorial de ‘El País’ del jueves 6 de marzo) y el presidente tuvo que arbitrar un conflicto entre ministerios por el liderazgo en la lucha contra el virus. Se insistía en tomar precauciones… a partir del lunes.

Quince días antes, se había suspendido el Mobile World Congress de Barcelona. En esa misma semana, se cancelaron partidos de baloncesto, actos culturales y corporativos y otros muchos eventos. Ahora tratan de hacernos creer que todos —incluida la autoridad sanitaria— estábamos en la higuera, curiosa línea de defensa. Pero no es cierto. El Gobierno decidió subirse a la higuera durante unos días para salvar la fiesta feminista, confiando en que las consecuencias no serían tan catastróficas como resultaron ser.

Esa decisión de inacción arrastró otras muchas: partidos de fútbol, congresos de partidos políticos, conciertos masivos… Varios millones de personas participaron aquel fin de semana en actos que no debieron celebrarse. El cuento oficialista según el cual las autoridades españolas estaban en las nubes el domingo por la mañana y la realidad se les apareció de golpe esa misma noche resulta ofensivo; deberían abandonarlo aunque solo fuera por autoestima. Es menos malo admitir un error que insistir en una línea narrativa que, de ser creída, los descalificaría como incompetentes supinos.

También es mistificador y demagógico hacer recaer sobre el 8-M todo el peso de la dimensión catastrófica de la pandemia en España. Con manifestación feminista o sin ella, nuestras vulnerabilidades estructurales estaban ahí: las deficiencias de un sistema sanitario excesivamente glorificado, la dramática carencia del material indispensable para hacer frente a una epidemia a gran escala, los vacíos legales, los agujeros en los protocolos de gestión de crisis… y la escandalosa situación de abandono médico de los ancianos en las residencias. España era carne de cañón para el virus, y todos los poderes públicos de hoy y de ayer tienen su parte de responsabilidad en el desastre. Se llama incuria, uno de nuestros vicios nacionales.

No creo que la manifiesta negligencia gubernamental de esos días deba acarrear necesariamente consecuencias jurídico-penales. No todo lo mal hecho es delictivo. Sería como enchironar a Zapatero por su tardanza en reconocer y afrontar la crisis económica de 2008 o llevar a juicio a Aznar por implicar a España en la guerra de Irak. Ambos (más bien sus partidos, porque ellos se quitaron de en medio) pagaron sus errores en las urnas, como espero que lo haga en su momento este Gobierno insensato.

En todo caso, el 8-M pesará para siempre sobre la espalda de este Gobierno. Es su pecado original, su foto de las Azores, su zona cero política. Además, probablemente se han cargado la celebración festiva del 8 de marzo. Por muchos vítores que le dé Sánchez, ese día quedará fijado en la memoria colectiva como una jornada más propicia para el luto que para ninguna otra cosa.

Paso por alto el estólido intercambio de procacidades según el cual para unos Sánchez e Iglesias habrían conducido criminalmente a la muerte a 50.000 personas y para otros el liderazgo providencial del Gran Timonel socialista y sus socios habría salvado medio millón de vidas. Eso queda para el vertedero de basura política e intelectual en que nuestros dirigentes nacionales han convertido el debate público en general y el Congreso de los Diputados en particular.

Pero sí conviene, en esta reflexión retrospectiva, restablecer aquella parte de la verdad que atañe a todos los demás. Empecemos por la oposición. Si no recuerdo mal, todos los partidos menos uno apoyaron esa manifestación y asistieron a ella; y el que no lo hizo (Vox) no fue por responsabilidad sanitaria, sino por beligerancia antifeminista y porque aquel fin de semana celebraba su propio festejo congresual —igualmente imprudente—. No se encuentra en aquellos días una sola declaración de un dirigente político cuestionando la manifestación del 8-M, ni siquiera alertando de su posible peligrosidad.

No teníamos la información, dirán. Mentira. Todos los políticos de España eran conscientes —y lo hablaban entre ellos— de que estábamos a las puertas de un infierno. Lo sabían el presidente y los ministros, los gobiernos autonómicos, los alcaldes, los diputados y senadores y las direcciones de todos los partidos. Lo sabían también las convocantes de la marcha. Pero todos y todas callaron. ¿Por qué? Por miedo. Y no precisamente al virus.

Igualmente callamos los medios de comunicación. Es casi imposible encontrar en los días previos al 8-M una crónica, una columna de opinión o una tertulia que planteara abiertamente la necesidad de suspender esa convocatoria. Sin embargo, se hablaba de ello en los pasillos. Todos los opinadores de España estábamos al cabo de la calle de lo que podía suceder (y de lo que le sucedería al que abriera el pico antes de tiempo).

Los políticos de todos los partidos desplegaron preventivamente una conspiración de silencio sobre el 8-M. Los que informamos y opinamos en los medios realizamos un ejercicio colectivo de autocensura. Y la sociedad, uno de ceguera autoinducida. Yo me voy a la mani, o al fútbol, o al concierto, y el lunes ya veremos. Si la cosa se pone fea, unos culparemos al Gobierno socialcomunista y otros al bifachito o a los recortes de Rajoy, que sirven para todo.

Admitamos que quien hubiera planteado en aquella semana que había que parar el 8-M habría sido linchado en la plaza pública: he aquí un machista y un fascista, a la horca con él. Todos lo sabíamos, por eso callamos.

Esta crisis nos obligará a revisar muchas cosas. Quizás una de ellas sea el abusivo poder inquisitorial de la policía política de las causas justas. La misma que, confundiendo el culo con las témporas, pretende quemar los libros y las películas de Woody Allen o sacar de los catálogos ‘Lo que el viento se llevó’. Entramos en un tiempo de oscuridad.