Ignacio Varela-El Confidencial

En el primer debate, Rivera sorprendió a sus adormecidos rivales con un planteamiento ágil y agresivo. En el segundo acto no es que él empeorara, sino que los demás mejoraron

Ya era hora: al fin hemos visto en España un gran debate electoral en televisión. No sucedía desde aquellos dos míticos enfrentamientos de 1993 entre Felipe González y José María Aznar. El debate de ayer tuvo todos los ingredientes que se exigen a un acto de esta naturaleza: hubo densidad en los contenidos, se trataron –aunque fuera de forma atropellada- muchas cuestiones de fondo, se perfilaron con claridad las posiciones ideológicas, hubo un intenso juego táctico y estratégico. Naturalmente, también hubo tensión, bronca y espectáculo. No se juega una final de la Champions como si fuera un torneo veraniego.

El debate en Atresmedia fue el primero en anunciarse y se esperaba que fuera el único. Los candidatos y sus equipos lo prepararon durante semanas. También los organizadores. En el último momento se coló de rondón en la agenda el otro debate, el de TVE, con el que nadie contaba hasta el viernes. Por eso todo en el primer acto fue improvisado y torpe, y casi todo en el segundo ha sido profesional y sofisticado. Las dos horas del martes dieron mucho más de sí que las del lunes. 

Los moderadores no permitieron que los candidatos se apoderaran del debate y los obligaron a introducirse en un recorrido frenético por la agenda del país. Economía, impuestos, empleo, pensiones, vivienda, inmigración, educación, sanidad, violencia de género, Cataluña… Todo muy acelerado y salteado de tironeos y navajazos, pero suficiente para vislumbrar el rostro ideológico de cada uno. Dos propuestas claramente de derechas, una más conservadora y otra más liberal; y otras dos de izquierdas, una más apegada al ejercicio del poder y otra más populista y aspiracional -con toques de adoctrinamiento moral-. Una confrontación de modelos ideológicos clásicos, quizá un poco anticuada y cargada de estereotipos, pero siempre preferible al rastrero parloteo banal al que nos tienen acostumbrados estos dirigentes.

En el primer debate Albert Rivera sorprendió a sus adormecidos rivales con un planteamiento ágil y agresivo. Su victoria fue reconocida por todos los medios. En el segundo acto no es que Rivera empeorara, sino que Casado, Iglesias y Sánchez mejoraron claramente y equilibraron la balanza. Sobre todo, fueron mucho más conscientes de sus objetivos y se atuvieron a ellos de forma más eficaz. Es lo que tiene meter toda una campaña electoral en cuatro horas de televisión.

Descartado cualquier intercambio de votos entre uno y otro bloque, en los debates se ha librado una doble batalla. Por una parte, Rivera retaba a Casado por el futuro liderazgo político de la derecha. Se trataba de dilucidar ante el masivo electorado del centro-derecha, confuso y aturdido por una fragmentación a la que no está acostumbrado, quién será más eficaz como ariete contra el Gobierno de Sánchez que se venir. En realidad, hace tiempo que ambos renunciaron a disputar los votos del PSOE. Sánchez es para ellos sólo un objeto referencial, como Vox lo es para la izquierda.

Planteada así la competición por ese lado del cuadro, en el conjunto de los dos debates Rivera ha superado claramente a Pablo Casado. No sólo por su actuación efectista y a ratos estridente; sobre todo porque logró desde el primer minuto atraer sobre sí los ataques del presidente, que lo distinguió y coronó con su indisimulada animadversión. El choque frontal con Sánchez, salpimentado con dosis de recuerdo de la mochila histórica del bipartidismo, ha permitido al líder naranja alzarse con el título de campeón de la causa antisanchista.

El choque frontal con Sánchez, salpimentado con dosis de recuerdo de la mochila del bipartidismo, ha permitido a Rivera alzarse con el título de campeón de la causa antisanchista

Pablo Casado mejoró su hipotensa actuación de la noche anterior, pero jamás logró doblegar el protagonismo de Rivera en las dos sesiones. El daño estructural que arrastra su partido ha sido una carga excesiva para las muy limitadas capacidades de un dirigente liviano donde los haya. La sombra alargada de aquella espantada de Feijóo se ha proyectado sobre esta campaña cojitranca del PP.

Sánchez, liberado de la tarea de vigilar su frontera derecha, sólo tenía que hacer dos cosas para asegurarse la victoria en el tramo final. La primera era consolidar la fidelidad de sus propios votantes. Para ello convirtió el debate en un informe de gestión, una exhibición de los éxitos colosales alcanzados en diez meses de gobierno precario que, relatados por él, parecen más bien diez años. Siempre se dijo que Sánchez concibió su estancia en La Moncloa –incluida la composición del Gobierno- como una precampaña, una inversión publicitaria para este momento. Ayer mostró el producto a los suyos.

El segundo objetivo era proteger la transferencia de un millón y medio de votantes procedentes de Podemos, que es lo que le ha hecho saltar al 30% en las encuestas. Por eso en cada ocasión en que Pablo Iglesias trató de despegarse y marcar diferencias, él le respondió con un abrazo, cerrándole el camino. Amigos para siempre, al menos de momento.

En la búsqueda del retorno de esos votantes que se van por cientos de miles al PSOE, Iglesias fue mucho más eficaz que en la noche anterior. En primer lugar no dejó ninguna duda sobre su disposición a garantizar un gobierno común de la izquierda bajo la jefatura de Sánchez. Además, finalmente le arrancó el compromiso de no pactar con Ciudadanos, lo que exhibirá como mérito propio en los próximos días. Y se dedicó sistemáticamente a poner el contrapunto moral, ideológico y aspiracional al discurso burocrático de su socio. Donde Sánchez recitaba cifras y porcentajes, Iglesias enunciaba principios y apelaba a los sentimientos. A la vez, se permitía sermonear a todos en defensa de la educación, la mesura y los buenos modos (cosas veredes). Lo cierto es que en el segundo debate Iglesias recuperó la potencia emocional que antaño tuvo y que había extraviado.

Sánchez ganó porque no perdió. Planteó un ‘catenaccio’ para defender su enorme ventaja de partida y evitó la goleada, no necesitaba más

Sánchez ganó porque no perdió. Planteó un ‘catenaccio’ para defender su enorme ventaja de partida y evitó la goleada, no necesitaba más. Rivera ganó porque impuso su protagonismo en el campo de la derecha. Iglesias ganó porque jugó eficazmente la única carta que le quedaba; paradójicamente, su asumido papel de candidato a vicepresidente resultó ser una ventaja para él. El único que no ha ganado nada en este doble envite es Pablo Casado: entró pobre y pobre sale, entre el escepticismo de los suyos.

En contra de lo previsto, tampoco ganó Vox. Y eso que Sánchez le ayudó en todo lo que pudo: hasta 25 veces pronunció la palabra “ultraderecha”, visiblemente frustrado por su ausencia.

Por si alguien aun albergaba dudas –o esperanzas-, ayer quedó definitivamente clausurado el sueño de un pacto postelectoral entre el PSOE y Ciudadanos. Además, ya sabemos que, gobierne quien gobierne, tendrá enfrente a una oposición frentista de tierra quemada. Los consensos, para otro lustro.