Iván Igartua-El Correo

  • Los talibanes, Corea del Norte, el líder checheno, el dictador bielorruso Lukashenko… solo falta que Trump y su tropa se sumen a los compinches de Putin

La reciente imagen de los talibanes enturbantados departiendo amistosamente en una sala oficial con representantes del Kremlin se suma a la larga lista de apoyos que el régimen ruso ha conseguido recabar en los últimos meses. Si al comienzo de los más de 1.000 días de invasión en Ucrania el respaldo exterior a la decisión de Putin prácticamente se reducía a la comprensión china, traducida luego en una eficaz asistencia técnica para eludir las sanciones económicas, al cabo de un tiempo Irán, con sus drones, y Corea del Norte, con sus 11.000 soldados en el frente de Kursk, han apuntalado materialmente el sostenimiento de una campaña militar que, allá por febrero de 2022, se planteaba como una operación relámpago que en cuestión de días, si no de horas, iba a descabezar el Gobierno prooccidental del país vecino, devolviendo a este al único carril correcto, el de la sumisión a los intereses de Rusia.

Existe ahora la sospecha (o algo más) de que también los hutíes de Yemen, los mismos que hace poco despuntaban asaltando barcos en el estrecho de Mandeb, están dispuestos a prestar ayuda a Moscú bajo los auspicios de Irán. Todo vale con tal de reforzar el potencial destructivo del ejército ruso, aunque al mismo tiempo esas alianzas ponen en entredicho la indiscutible superioridad militar que se le suponía en relación con la capacidad de resistencia de los ucranianos.

Por una parte, la llegada de combatientes y material bélico extranjero prueba que Rusia se encuentra lejos de estar internacionalmente aislada, pero por otra la necesidad de recurrir a contingentes venidos de fuera no solo evidencia la relativa debilidad de las fuerzas armadas rusas, sino que es también síntoma de la dimensión -que en algún momento tal vez se llegue a conocer- de las bajas que han sufrido en la feroz campaña contra Ucrania. Esas incorporaciones de última hora, por más que puedan favorecer el avance ruso y tal vez determinar el desenlace de la guerra, no se han anunciado a los cuatro vientos. El Kremlin sabe bien cuál puede ser la lectura.

Rodearse de compinches a los que uno en su sano juicio jamás invitaría a su casa es algo común en la política sin escrúpulos que practica Rusia desde hace un tiempo. Uno de los ejemplos más claros es el de Ramzán Kadírov, presidente de Chechenia por obra y gracia de Putin. Tras la destrucción casi completa del país a comienzos de este siglo, Kadírov ha sido el artífice de la mayor limpieza ideológica ejecutada hasta la fecha en la república, que cuenta con un millón y medio de habitantes. Del sátrapa caucásico penden redes de corrupción y narcotráfico asumidas complacientemente por el Kremlin a cambio de una lealtad sin límites. Lo ha contado con dolorosa precisión Marta Ter en su libro ‘La Chechenia de Kadírov. El régimen de Putin en el Cáucaso’, publicado este mismo año. De todas formas, aunque proclamara su independencia en 1991, Chechenia fue y es un asunto interno que ha preocupado moderadamente -es decir, poco o nada- a la comunidad internacional.

Son de sobra conocidos, por otra parte, los lazos que unen a Moscú con la última de las dictaduras ‘stricto sensu’ de Europa, la que atenaza Bielorrusia bajo el mando de Aleksandr Lukashenko, que lleva más de treinta años acaparando el poder. En las protestas del verano de 2020, que a punto estuvieron de hacer tambalear el sistema, el respaldo del ‘hermano mayor’ fue decisivo para sofocar la rebelión ciudadana, que acabó con cerca de 7.000 detenidos. En justa compensación, el de Bielorrusia ha sido el principal sustentáculo no sé si externo o en realidad interno para la agresión rusa en Ucrania. Porque cabe, desde luego, dudar de la autonomía con que el tirano bielorruso toma sus decisiones en cualquier materia, pero sobre todo en lo se refiere a las relaciones con el Kremlin.

En el contexto de la guerra, de naciones como Kazajistán quizá se esperaba algo más después de los servicios prestados por Rusia durante las manifestaciones de 2022 contra el Gobierno kazajo. Pero, curiosamente, algunos países cambian, incluso en el espacio exsoviético. Ha ocurrido también con Georgia en las últimas décadas, deriva que hoy día se pretende revertir a marchas forzadas.

Ahora que para Rusia los talibanes afganos no son terroristas sino gente respetable (con sus cosas, eso sí, pero quién no las tiene), el conjunto de Estados y organizaciones en las que se asienta el apoyo incondicional a Putin suma a la infamia inicial la desfachatez malhechora. Cualquiera diría que están tratando de reeditar aquel célebre ‘eje del mal’ de manera no solo ostensible, sino además engallada, sin complejos de ninguna clase. Tienen enfilado al mundo occidental, ese reducto liberal del que antes huían como de la bicha, pero al que ahora buscan golpear conjuntamente, todos los villanos a una. Solo falta que al pandemónium se junten de improviso Trump y su tropa inverosímil, incluido -ya puestos- el chamán de QAnon y sus cuernos de bisonte. Daría por lo menos para una peli de Marvel. Sin superhéroes, claro.