Antonio Rivera-El Debate

Así se titula el capítulo que dedican a los jueces en la Segunda República Del Rey y Álvarez Tardío en su libro ‘Fuego cruzado’. En esos años este fue también un tema controvertido. La magistratura venía de una tradición conservadora y de intromisión gubernamental -los de Azaña propusieron una carrera judicial y una reforma del sistema por oposición de 1869-, y en su mayoría era contraria al nuevo régimen (para ese momento habla también de ‘lawfare’ el historiador Pérez Trujillano en ‘Jueces contra la República’). Era cuestión, entonces, de ‘republicanizar’ ese cuerpo, adaptarlo a los ‘nuevos rumbos de la Justicia’ y a las demandas de aquella sociedad española, acabando con su inveterado corporativismo.

Este pulso por el control de las togas no es muy conocido y no se destaca como un factor más en la lucha por la hegemonía que vivió la República, opacado por otros de más peso, como el político, el militar o el religioso. Sin embargo, la pugna por el tercer poder del Estado y dentro del tercer poder del Estado es un clásico. La búsqueda del poder casi total en el marco de sociedades liberales tiene ahí su último objetivo. Y esto por dos razones. Primero, porque el control del legislativo está naturalmente ligado al del ejecutivo (y viceversa), por lo que entabla una disputa de otro signo por el que se le escapa (y al que se llega a apelar de ‘no democrático’). Segundo, porque el judicial es el último poder que asegura la continuidad del Estado de Derecho cuando los dos anteriores usan su mayoría para cuestionar los límites constitucionales. El judicial es la última esperanza para el ciudadano de que su seguridad básica no sea vulnerada por el sistema de mayorías; en sentido contrario, es el último de los escollos para que ese poder de la mayoría llegue a todas partes, incluso a las que tenía vedadas por la ley máxima.

El poder del Estado moderno -y en particular el de Derecho- es abstracto, distinto por completo del anterior, que era personal. Eso no significa solo que el Príncipe no sea un señor de carne y hueso, y sí un colectivo como el pueblo soberano, la nación. Significa a estos efectos que quien imparte justicia es la Justicia, no un señor o señora con su nombre y apellidos. Cuando se personifican las decisiones de la Justicia y se dice que el juez o jueza fulano de tal ha decidido esto porque es de tal palo, nos estamos cargando el tercer poder del Estado, la última garantía de nuestros derechos. La politización de la Justicia y la judicialización de la política es eso: el poder deja de contener al poder (Montesquieu) porque, en este caso el judicial, se confunde en sus procedimientos con los otros dos. Se convierte en expresión directa del juego y coyuntura de mayorías y minorías de ese instante, y dispone sus puñetas al mismo objetivo político de dar todo el poder a una u otra parte de la sociedad o de sus élites enfrentadas. En ese momento, estamos jodidos.

El espectáculo del viernes en el inicio del año judicial, proporcionado por unos y otros, togados o no, conservadores o progresistas, gobierno u oposición, es una lanzada contra el Estado de Derecho que debería hacer reflexionar a sus implicados. Por esa vía pueden alcanzar o retener el poder, pero a costa de que todos perdamos el Derecho. De eso es de lo que se trataba anteayer.