Sánchez pudo ahorrarse esta carrera de obstáculos en el lodo si, cumpliendo su palabra, hubiera convocado elecciones tras ganar la moción de censura
Los socialistas descubren, con espanto, que su secretario general está dispuesto a permitir que sus candidatos vayan al matadero en las elecciones de mayo si ello resulta funcional para pavimentar el camino de su próxima investidura. Los políticos, analistas y observadores contemplan con estupor a un gobernante que no vacila en poner en almoneda las instituciones del Estado para abrir paso a su permanencia en el poder.
Quienes conocen la Administración, saben que todos los organismos dependientes del Gobierno están dedicados exclusivamente a trabajar para la reelección del actual presidente. Los líderes nacionalistas han descubierto, gozosa sorpresa, que en la Moncloa habita un tipo que sabe que los necesita, siempre que ellos asuman que lo necesitan a él y ambas partes actúen en consecuencia. Los demás territorios padecen las consecuencias de esa dependencia mutua y del pacto que conlleva, cada vez más obsceno y menos implícito.
150+25 es la obsesión, el hilo conductor, la clave interpretativa universal de la acción de este Gobierno. Se trate de política económica, social o territorial, del espacio nacional o del internacional, de Cataluña o de los Presupuestos, todo se supedita a preservar esa suma al coste que sea. En contra de lo que parece, la política de Sánchez es extremadamente coherente. Lo que sucede es que su lógica no es la propia de un Gobierno —ni siquiera de un partido—, y es eso lo que desconcierta.
Sánchez pudo ahorrarse esta carrera de obstáculos en el lodo si, cumpliendo su palabra, hubiera convocado elecciones tras ganar la moción de censura. Pero actuó como los malos jugadores de casino: le tocó el pleno sin esperarlo y, en lugar de hacer caja, sintió la atracción fatal de seguir jugando para aumentar el beneficio. Hoy es prisionero de los prestamistas.
Le tocó el pleno sin esperarlo y, en lugar de hacer caja, sintió la atracción fatal de seguir jugando. Hoy es prisionero de los prestamistas
Al aceptar el juego de ligar los Presupuestos con la cuestión catalana, unos y otros se han visto abocados a escenificar un tongo que, según pasan los días, adquiere más carácter de farsa. El papel de los 21 puntos de Torra fue una provocación destinada a probar al interlocutor. Un gobernante consciente de su obligación habría interrumpido la conversación en el instante en que se lo entregaron y, a continuación, se lo habría explicado al país. Cuando Sánchez lo escondió para vender aquella delicuescente declaración conjunta, ambas partes supieron que tenían enfrente material maleable.
El tongo consiste en fingir una pelea para que ambos saquen partido de ella. Nosotros amagamos con tirarte los Presupuestos, y te ponemos unas enmiendas y unas condiciones. Tú rechazas una parte —la obviamente inaceptable, la que se refiere a la Justicia— y aceptas la otra, aunque cada uno la explicamos a nuestra manera. Si todo va bien, nos damos por satisfechos con el apaño y continúa la función hasta el próximo episodio. Si la cosa se tuerce, siempre podremos presumir de firmeza ante las respectivas clientelas.
La farsa consiste en montar una mesa de partidos políticos organizada por y desde los gobiernos. Una burda reproducción del modelo de doble nivel negociador ya ensayado en Irlanda del Norte y en el caso de ETA: lo operativo lo discuten los gobiernos (en los casos anteriores, el Gobierno y la banda terrorista) y lo político, los partidos.
¿Todos los partidos? No, ahí está el truco: para que dialoguen todos los partidos, no hay mejor mesa que un Parlamento. Cuando el diálogo se saca del Parlamento, es que hay que excluir a alguien o urdir algo que no se puede explicar. En este caso, se trata de hablar de España y Cataluña en una mesa en la que faltan el primer partido del Parlamento español y el primero del Parlamento catalán. Hay que sortear los parlamentos, porque allí están los apestados.
En el ámbito catalán, la pomposa ‘mesa de diálogo entre partidos’ se reduce al encuentro de los soberanistas con el PSC. ¿Para eso necesitan un mediador? Si Iceta últimamente pasa más tiempo hablando con Torra, Artadi y Aragonès que con la ejecutiva de su partido, y su vocación de relator es legendaria…
Si se trasladara la ‘mesa de partidos’ al ámbito nacional, como los separatistas dicen que les han prometido y la confusa Calvo desmiente, estaríamos en una situación similar: la dupla Iglesias-Sánchez (o sus representantes) sentada con los independentistas (y el PNV, como de costumbre, trabajando ‘pro domo sua’). Nada distinto a lo que sucede cotidianamente desde que Sánchez llegó al poder.
Ninguna de esas mesas-tongo aportará nada a la solución del problema de fondo. Quizá tendría sentido un diálogo entre el constitucionalismo por un lado y el independentismo por otro, siempre que se dieran tres condiciones: la concertación dentro de cada bloque; la fijación previa de un perímetro del diálogo que vendría necesariamente delimitado por la Constitución y el Estatuto, aunque fuera para modificarlos, y la exclusión de la cuestiones judiciales en la negociación política. Pero esa hipótesis ni está en la realidad ni forma parte de las intenciones de Sánchez o de los separatistas, que están a otras cosas.
En el ámbito catalán, la pomposa ‘mesa de diálogo’ se reduce al encuentro de los soberanistas con el PSC. ¿Para eso necesitan un mediador?
Todo el servicio exterior de España y los eurodiputados constitucionalistas llevan meses combatiendo en Europa la idea humillante de una mediación para el conflicto de Cataluña. Con el invento del relator, Sánchez y Calvo se han cargado todo ese esfuerzo, convalidando ante el mundo la tesis más preciada de Puigdemont. Borrell, el héroe de la Vía Layetana, avala y consiente.
Las últimas maniobras de Sánchez han hecho sonar en el anestesiado mundo socialista dos alarmas. Una alarma democrática, por lo que el socialismo institucional (presanchista) percibe como un asalto a la Constitución tolerado por su Gobierno. Y una alarma partidaria, provocada por la sospecha de que los candidatos socialistas de mayo están llamados a ser las primeras víctimas del 155+25 (Susana Díaz abrió el camino), sin que a su líder ello le produzca especial inquietud. La alarma democrática se sobrellevaba tapándose las narices. Es la segunda la que ha desencadenado la escandalera de esta semana. Se llama miedo.
Podemos vive una escisión material y el PSOE una escisión moral. Menos mal que ha llegado Pepu Hernández.