ABC 06/06/15
IGNACIO CAMACHO
· Entre la tortilla campestre del felipismo y la de Sánchez con Iglesias transcurren varias décadas de hegemonía declinante
HUBO en la política española una tortilla célebre, de simbolismo casi mitológico, que fue la que Felipe González y su pandilla se comieron, allá por los años setenta, en los pinares sevillanos de la Isla Mayor durante un picnic cuya fotografía grupal se considera el acta de la refundación del PSOE. Almidonada por el tiempo, esa emblemática tortilla de patatas, degustada en fiambrera como en aquellas primeras películas de costumbrismo ideológico que rodaba Garci por la misma época, se ha ido deconstruyendo a la par que el propio felipismo hasta convertirse en la que Pedro Sánchez pidió la otra noche en su cena semiclandestina con Pablo Iglesias: una tortilla francesa, dietética y light como el propio liderazgo actual de la socialdemocracia. De la vieja escena campestre de González, Guerra, Chaves y compañía, inmortalizada por la cámara de uno de los asistentes en un retrato de época con su atrezzo de jerseys de lana, pantalones pata de elefante y cáscaras de naranja mondada a mano, hemos pasado a la posmoderna cita reservada en algún hotel de Madrid, entre impolutas camisas blancas arremangadas y un menú frugal de ensalada, pescadito y agua mineral. Sin testigos que la fijen en la Historia como el momento liminar de la nueva izquierda del siglo XXI o, al menos, como el preludio al estilo «Casablanca» de una buena e insólita amistad.
Entre una tortilla y otra transcurren varias décadas de esplendor político y hegemonía social durante las que un partido como Podemos le habría durado al poderoso gonzalismo lo que un caramelo lanzado al aire a la salida de una escuela. No es casual que haya sido Iglesias, con su intuitivo y eficaz concepto de la importancia de la banalidad en la comunicación contemporánea, el divulgador de los detalles de un encuentro cuyas claves reales se ha cuidado de mantener veladas. De su entrevista a solas, el arúspice de la transparencia sólo ha relatado el menú, con mucho énfasis en su sobriedad gastronómica, y una trivial cháchara sobre baloncesto. Pero esa cena, tanteada en otra anterior con Zapatero en la muy acomodada casa de Pepe Bono, acaso haya constituido el arranque de una nueva correlación estratégica llena de mutuas y razonables suspicacias pero cifrada en el objetivo común de desalojar al PP. El verdadero plato fuerte se servía fuera de carta.
El débil socialismo postzapaterista lleva tiempo cortejando a la emergente y cimarrona fuerza morada con la desconfianza de quien pretende adoptar un tigre como mascota; ensayando el modo de compartir techo en la vieja casacomún de la izquierda, donde González alojaba a los comunistas en el trastero, con una fiera que le puede arrancar la mano en cualquier momento de descuido o negligencia. Quizá cenaron poco porque ambos comensales saben que uno de los dos va a acabar inevitablemente zampándose al otro. Con habitas y vino, como Hannibal Lecter.