José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Arrimadas reúne en su persona brillantez intelectual, mestizaje territorial, valentía y capacidad de liderazgo. La están linchando. Ya lleva escolta
Transferir la propia culpa endosándosela al adversario es uno de los mecanismos más frecuentes para eludir responsabilidades. El ejemplo más elocuente lo acaba de protagonizar el presidente de la Generalitat de Cataluña, Joaquim Torra. El pasado día 4 publicó en ‘El Periódico’ un ramplón artículo titulado “Como un solo pueblo contra el fascismo”. Para los independentistas catalanes radicales el fascismo es un significante vacío que utilizan arrojadizamente para estigmatizar al adversario. Y ello al margen de que el concepto –fascismo, fascista– sea o no adecuadamente utilizado.
Para Torra y los que piensan como él, es “fascista” reclamar que desaparezcan del espacio público –calles, plazas, edificios oficiales, playas- los lazos y las cruces amarillas y, por derivación, son fascistas todos aquellos que disientan de las verdades oficiales del credo secesionista. Se impone la simbología sectaria, de parte, y la hegemonía sentimental y argumentativa de la Cataluña irredenta que lucha contra la opresión.
Lo que Torra ha pretendido con la oficialización del combate al supuesto fascismo es construir un eslabón más en la cadena conceptual que va enlazando de manera interminable el relato separatista que, por una parte, busca aumentar la leyenda áurea del catalanismo y, por otra, la negra de la españolidad. El ‘procés’ es un fiasco histórico de dimensiones extraordinarias. Los independentistas lo saben. No ha reportado a Cataluña nada y le ha sustraído cohesión, bienestar, progreso y reputación.
La única forma de seguir resistiendo consiste en localizar motivos para mantener prietas las filas de los incondicionales e insistir en la demonización de los enemigos aglutinantes. España y el Estado son, por opresores, los adversarios históricos y colectivos. Y algunas personas en particular, agentes de desestabilización de los paradigmas separatistas que aspiran a imponerse mediante la intimidación, el silencio y la utilización abusiva del sistema institucional que se propone la persecución del disidente.
La única forma de seguir resistiendo consiste en localizar motivos para mantener prietas las filas de los incondicionales
El profesor Antón Costas ya se ha encargado de dejar las cosas claras en otro artículo de respuesta –sin serlo formalmente- al de Torra. Se publicó también en el “El Periódico” el pasado día 7, titulado “Dictadura de la minoría independentista radical”. La tesis de este académico, muy respetado en Cataluña, consistía en que las leyes de desconexión aprobadas los pasados 6 y 7 de septiembre de 2017 constituyeron un “auténtico golpe parlamentario revolucionario”, algo obvio que remite a los procedimientos totalitarios de entreguerras del siglo pasado que propiciaron los regímenes fascista (Italia) y nacionalsocialista (Alemania).
Este artículo de Antón Costas es importante por lo que podría tener de respuesta al anterior de Torra y porque, además, se produce en el circuito intelectual de una Cataluña en la que sus voces de autoridad social escasean, se esconden o han enmudecido. Sólo el título de la pieza, con alusión a la dictadura materializada en la agresión a la minoría parlamentaria en septiembre del pasado año, desmonta la mendaz tesis de un Torra que sigue sin retractarse de sus escritos xenófobos ni de abjurar de sus adhesiones admirativas a los fascistas catalanes de los años treinta del siglo pasado.
El auténtico fascismo –en la versión posmoderna que manejamos– es totalizador (“todos los catalanes”), se basa en la movilización permanente de masas, utiliza símbolos hacia los que impone una adhesión emotiva o, en su defecto, un acatamiento silente y, por fin, practica una política, a más de sectaria, totalitaria, poniendo a su servicio el entero sistema institucional que se convierte en un aparato de partido y no en una estructura orgánica al servicio de los ciudadanos.
Eso es lo que está ocurriendo en Cataluña. Y contra eso se han rebelado allí, al menos resueltamente, muy pocas organizaciones y muy pocas personas relevantes, aunque no puedan echarse en saco roto los esfuerzos de las organizaciones sociales constitucionalistas. En cuanto a los partidos políticos, solo Ciudadanos –el PP es allí inexistente- ha desencadenado una campaña contra la hegemonía amarilla. Y la comanda una mujer, Inés Arrimadas, que está soportando desde hace meses un calvario de insultos y descalificaciones que se quedan en el éter sin respuesta de sus colegas de otras formaciones, ni de las organizaciones feministas.
Arrimadas reúne en su persona brillantez intelectual, mestizaje territorial, valentía y capacidad de liderazgo. Hay personajes que le profesan una inquina que le honra: es el caso de la atrabiliaria Núria de Gispert que la expulsa a su Jerez natal cuando le afecta la tramontana ideológica. A la dirigente naranja la han insultado ferozmente: “malparida” y “cerda” y “puta”. Le han deseado que la violen “en grupo”.
Periodistas del régimen se han inmiscuido en su vida privada aludiendo a la profesión de su padre –policía y ahora abogado en ejercicio-; le han reprochado que no canta el himno catalán (¡qué sarcasmo!), y la han querido echar de localidades como Canet de Mar o Vic y hasta se ha popularizado la expresión “hacer un Tortosa” que implicaría desconocer despectivamente su presencia en aquella ciudad, visto que no le arredran los escraches de los que ha sido víctima cuando ha visitado otras.
La CUP –con la complacencia generalizada del independentismo y algunos silencios para mí muy decepcionantes (Miquel Iceta)- ha señalado a Arrimadas como la “instigadora” de la campaña contra la ocupación sectaria de los espacios públicos por lazos y las cruces amarillos. Ya tiene que llevar escolta. Pues bien: esto es, justamente, fascismo. Pero Torra no tenía espacio en su artículo para denunciar el linchamiento que practican sobre Arrimadas sus revividos y admirados “escamots”.