Ignacio Varela-El Confidencial
El asunto de los lazos amarillos y demás simbología separatista excede con mucho el ámbito de lo electoral. Tienen que desaparecer de ahí porque son contrainstitucionales
Imaginemos que una persona se mete en la máquina del tiempo y aterriza en Berlín, 1939. No sabe nada de la historia, ni conoce el lugar ni la época. Comienza a deambular por las calles y advierte que algunas casas están marcadas con una estrella de David; cada cierto tiempo, unos individuos irrumpen en ellas y se llevan a sus moradores, que desaparecen para siempre.
Siguiendo su deambular, observa que muchas personas llevan un brazalete con una cruz gamada. A juzgar por su actitud, debe tratarse de gentes de gran influencia y dominio social. Todo se aclara cuando el visitante comprueba que todos los edificios oficiales ostentan en sus fachadas una gigantesca esvástica. Sin necesidad de cruzar una palabra con nadie, el viajero ya lo sabe todo. Sabe que los que allí mandan son los de la esvástica y quienes lo pasan mal son los de la estrella de David. Y sabe con quiénes le conviene mostrarse sumiso y a quiénes debe rehuir si no quiere tener problemas (cambien Berlín por Moscú en la era soviética y la esvástica por la hoz y el martillo, y la historia sería igual).
Los símbolos divisivos son el paraíso de las mentes rudimentarias. Sustituyen a las ideas: te pones un lazo amarillo y ya lo has dicho todo
Después, la misma máquina del tiempo nos lleva a un lugar y un tiempo más próximos: pongamos Oyarzun o cualquier otro feudo ‘abertzale’ en los años ochenta. Allí vemos que la plaza principal está presidida por enormes fotografías de unos individuos, junto al dibujo de una serpiente enroscada en un hacha. Las autoridades locales los homenajean desde el balcón del ayuntamiento, mostrando también el símbolo siniestro. En ese mismo pueblo (y en otros muchos parecidos), a ciertas personas les señalan la puerta de su casa con algo parecido a una diana de tiro; esas personas pasan miedo y algunas reciben finalmente la visita mortal. También aquí se sabe todo: más vale estar con los del hacha y la serpiente a que pinten una diana en tu domicilio.
En Cataluña, la función del lazo amarillo y de la estelada es doble. Por una parte, ahorran a sus portadores la enojosa tarea de pensar, de argumentar y, por supuesto, de dudar. Los símbolos divisivos son el paraíso de las mentes rudimentarias. Sustituyen a las ideas: te pones un lazo amarillo o agitas una estelada y ya lo has dicho todo. Por otra, identifican a quien los lleva; pero, a la vez y sobre todo, señalan a quien no los lleva. En una sociedad sometida a una tensión cismática como la que padece Cataluña, resulta muy práctico poder distinguir inmediatamente al amigo del enemigo. Por eso les dejó de servir la señera, que unía a todos los catalanes; necesitaban una bandera que marcara claramente la trinchera. En otros tiempos, se hablaba de separatistas y separadores. Los que hoy mandan en Cataluña han superado esa dicotomía: ellos son ambas cosas.
Cuando la manipulación sectaria de los símbolos se practica en la esfera social, es ofensivo y dañino para la convivencia. Pero cuando se hace desde el poder y se usan para ello los recursos y los locales que son de todos, estamos ante una forma de totalitarismo, aunque el marco sea formalmente democrático. Por eso, y no por estar en periodo electoral, el secuestro del espacio público por parte del independentismo es políticamente repulsivo.
Los dirigentes independentistas en general y Torra en particular han demostrado que carecen por completo de sentido institucional y de respeto por la ley. Tratan con desprecio absoluto las instituciones propias, las que ellos regentan. Nadie llevó tan bajo al Parlament de Cataluña como Forcadell (su sucesor se esfuerza por emularla sin correr riesgos personales) y nadie ha convertido al Govern de la Generalitat en un fantoche inútil como lo ha hecho Torra.
Lo segundo se manifiesta en su muy tortuosa relación con el principio de legalidad. La aberrante idea populista de que la democracia está por encima de la ley (como si fueran nociones separables) es la mejor muestra de que desconocen el significado de los dos conceptos.
El error de base de Sánchez ha sido plegarse por oportunismo a la ficción de que Cataluña dispone de un verdadero Gobierno que actúa como tal y se ocupa de los intereses de la sociedad catalana. Solo lo es formalmente; materialmente, estamos ante un grupo de agitadores dispuestos a secuestrar el espacio público y ponerlo al servicio de una causa disgregadora. Reconocer esa realidad política es el primer paso —–necesario, aunque no suficiente— para abordar seriamente el problema desde el Estado.
El asunto de los lazos amarillos y demás simbología separatista excede con mucho el ámbito de lo electoral. No es que haya que quitarlos de los edificios públicos porque estemos en campaña; según eso, pasadas las elecciones, podrían volver a colocarse. Tienen que desaparecer de ahí porque son contrainstitucionales, porque no representan a Cataluña y porque contienen un desafío a la Justicia y una provocación a la mitad de los catalanes.
Plantear el tema en la Junta Electoral fue un recurso leguleyo, erróneo porque, en el fondo, favorece a quien quiere combatir. Es la Justicia ordinaria —o en su caso, el Tribunal Constitucional— quien debe establecer la doctrina sobre lo que puede o no puede ponerse en un edificio público, con elecciones o sin ellas. Al final, la Junta Electoral ha terminado haciendo lo que debió hacer desde el primer momento: enviar el asunto a la Fiscalía. Este no es un problema de administración electoral.
A la torpe pillería de los recurrentes, Torra respondió con su propia zascandilería. Como solo me hablan de lazos amarillos, cambio el color del lazo. Y como nadie me ha hablado del texto, mantengo la consigna que lo acompaña: “Libertad para los presos políticos y exiliados”, en catalán y en inglés. Es un fraude de ley, por supuesto. El enésimo. Pero es que todo lo sucedido en Cataluña desde hace 10 años ha sido un fraude de ley. Torra es un fraude de ley. De hecho, el fraude de ley permanente es el núcleo de la estrategia independentista para los próximos años, hasta que las circunstancias les permitan volver a intentarlo.
Lo que pasa cuando contrapones la ley y la democracia es que, a fuerza de violentar la ley, te cargas la democracia. Eso no puede arreglarlo ninguna Junta Electoral.