Teodoro León Gross-El País
Más interesante que el efecto exterior será el efecto Torra en el interior y en la izquierda
La elección del No Molt Honorable Torra ha tenido un efecto inmediato sobre la percepción exterior de Cataluña. Hasta ahora el secesionismo había logrado imponer su relato de “esto va democracia” —en la mirada internacional siempre vende más la épica que la realidad—, pero ahora ha asomado la sustancia del procés. En Francia, Le Monde y Libération hablan de racismo y supremacismo, y Le Figaro, sin la corrección a menudo cínica del objetivismo anglosajón, asocia el pensamiento de Torra a Milosevic; todos recogen los excrementos del nacionalismo etnicista llamando “bestias con forma humana” a los castellano hablantes y apelando al ADN en el siglo XXI. Los 400 golpes de Torra —esos 400 artículos suyos— no son una mancha en su biografía; son su biografía.
Pero más interesante que el efecto exterior —esa obsesión acomplejada tan española— será el efecto Torra en el interior, y en particular sobre la izquierda. Torra puede ser la prueba del nueve para examinar si la izquierda aún puede proporcionar una alternativa, un discurso propio.
Queda descontada, va de suyo, la izquierda catalana. El voto de Esquerra y la anuencia de la CUP a un presidente de fundamentos filofascistas es otra vuelta de tuerca a su vaciado moral. Esquerra se ha desvanecido desde Junts pel Sí y los antisistema de salón de la CUP quedaron retratados cuando Anna Gabriel se quitó el disfraz en Suiza: shows de CDR en la calle, pero plácet al president racista en el Parlament. Esa deriva de la izquierda catalana ha contribuido a la deriva de la izquierda española, secuestrada por el legado antifranquista del nacionalismo. Han tardado demasiado en caer del caballo, y alguno aún galopa creyéndose lo de ladran, luego… Podemos ha servido de muleta demasiadas veces al procés, como los sindicatos, que venden una equidistancia hipócrita porque solo se han sumado a performances indepes; y el PSOE aún arrastra las hipotecas de una trayectoria sinuosa desde Maragall.
Estos días ha repetido el politólogo Mark Lilla, de gira por España, que la satisfacción moral de la izquierda es suicida. Se sienten mejores, cada vez con peores resultados. Ese narcisismo pretencioso necesita retornar a la realidad. Va de suyo que el discurso populista de Iglesias no se ha desacreditado por el chalé, pero el episodio lo caricaturiza: de Coletas a Pijoletas, o del pisito vallecano de su tía abuela a la tentación de salir en Casa&Jardín. Mienten con la coartada de la hipoteca; la suya casi quintuplica la media. Antes de cambiar el sistema, le ha cambiado el sistema a él, como le vaticinó Zapatero. Y aún tiene pendiente superar el tercerismo siempre cómplice con los nacionalistas. Y Pedro Sánchez, en su fuga del no-es-no al sí-es-sí, anda mentando a Le Pen y reclamando delitos y ortodoxias… A riesgo de confundir el sentido de Estado con renunciar a un discurso propio. No se trata de romper la unidad constitucional, claro, sino toda complacencia con el nacionalismo desde una lógica social. Torra le pone más fácil a la izquierda dignificar su mensaje, pero eso está por ver.