IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El cine español ha progresado de forma apreciable pero su gala de honor sigue siendo de una mediocridad aplastante

Alas ocho y media de la tarde del sábado, en el auditorio Fibes de Sevilla, sede de la entrega de los Premios Goya, estaba empezando el desfile por la alfombra roja de los invitados. Unos minutos más tarde, a once kilómetros de distancia, en un teatro de la Maestranza abarrotado comparecía sobre el escenario Maria Joao Pires, la gran dama portuguesa del piano. Acompañada por la orquesta del Mozarteum de Salzburgo interpretó el Tercer Concierto de Beethoven y un bis de Bach antes de retirarse en medio de un entregadísimo aplauso, y luego la agrupación atacó la Sinfonía Júpiter de Mozart; dos horas en total de una función inolvidable, esplendorosa. Al salir me fui a tomar algo, regresé pasadas las doce a casa, encendí la tele y aún no había concluido la gala cinematográfica. Dejé el visionado para el día siguiente y leí las crónicas del acto por la mañana: hasta las más piadosas coincidían en que la ceremonia había sido prescindiblemente larga, excesivamente premiosa, insufriblemente pesada. En ese tiempo, además del concierto, podría haber visto entera ‘La traviata’.

El cine español ha progresado bastante gracias al buen oficio de actores como Luis Zahera o Antonio de la Torre y al talento de directores como Alberto Rodríguez o Rodrigo Sorogoyen, por mencionar sólo a los protagonistas de la noche. Ha mejorado de forma apreciable la solvencia de la producción y la calidad de los guiones. Pero no hay manera de que sus prebostes sean capaces de organizar una fiesta sin aburrir con ese pretencioso derroche de autocomplacencia y esa cruel sobredosis de parsimonia rayana en el abuso de la paciencia de los espectadores. Hasta el homenaje a Saura resultó espeso. Falta imaginación y sobra ensimismamiento en ese despliegue de monotonía soporífera, narcisismo hueco, realización vulgar, ritmo lento, entradillas sin gracia, discursos sin chispa ni ingenio. Y esa obsesión un poco pueblerina –¿almodovariana?– de los galardonados por acordarse de su madre al subir a recoger el trofeo.

Como gobierna la izquierda y estaba presente Sánchez con dos ministras, al menos nos ahorramos (casi) la consabida matraca política. La poca que hubo fue para Ayuso y mediante alusiones oblicuas, con la sanidad como herramienta arrojadiza. La ley del ‘sí es sí’ no mereció bromas ni críticas pese a la abundante retórica feminista, no fuera alguien a meterse en trochas ideológicas indebidas. Feijóo sonreía cortésmente junto a Moreno Bonilla, quizá pensando en el papel que el año que viene le caerá encima. Mirando bien la cosa, tiene algo más de interés cuando está impregnada de sesgo sectario; ofrece carnaza de discusión y deja en segundo plano la penosa mediocridad del espectáculo. Esta vez, por no dar pábulo, ni siquiera se atrevieron a premiar al etarra que estaba nominado. Y así todo quedó en un ritual tedioso, anodino, cargante, árido. Un verdadero coñazo.