EL MUNDO 22/08/14
JESÚS LAÍNZ
El nacionalismo catalán no consiste solamente en la protesta contra el falso expolio fiscal de la que tan buenos réditos ha obtenido en los últimos años, sino que también se alimenta de fuentes variadas que han ido construyendo paulatinamente la hegemonía ideológica de la que disfruta hoy.
Una de las más influyentes aportaciones fue la de Pompeu Gener, quien defendiera en sus libros la superioridad racial de los catalanes sobre los castellanos («Nosotros, que somos indogermánicos de origen y corazón, no podemos sufrir la preponderancia de tales elementos de razas inferiores») y la inevitable imbecilidad de éstos debido a
la falta de oxígeno y de presión en la atmósfera de la meseta, la mala alimentación y la preponderancia de una raza en la que predomina el elemento semítico y presemítico, los andaluces.
Compañero suyo en la prensa catalanista de vanguardia fue el influyente pensador Francesc Pujols. Elaborador de un sistema filosófico bautizado como Pantología o Ciencia del Todo, hoy es recordado principalmente por su Concepto general de la ciencia catalana, libro de 1918 en el que desarrolló la idea de la existencia de una corriente filosófica característicamente catalana iniciada por Raimundo Lulio y culminada por él mismo. Debido a esta corriente de pensamiento, Pujols consideraba a los catalanes seres excepcionales por el hecho de ser hijos de la «terra de la veritat», lo que causará que algún día, vayan al lugar del mundo que vayan, se lo encontrarán «tot pagat»:
Tal vez no lo veamos, porque estaremos muertos y enterrados, pero es seguro que los que vengan después verán a los reyes de la Tierra arrollidarse ante Cataluña. Y será entonces cuando los lectores de mi libro, si todavía quedan algunos ejemplares, sabrán que tenía razón. Cuando se mire a los catalanes será como si se mirase a la sangre de la verdad; cuando se les dé la mano será como si se tocase la mano de la verdad. Todos sus gastos, vayan donde vayan, les serán pagados por ser catalanes. Serán tan numerosos que la gente no podrá acogerlos como huéspedes en sus viviendas, y les invitarán al hotel, el regalo más valioso que se le puede hacer a un catalán cuando viaja. Al fin y al cabo, y pensándolo bien, más valdrá ser catalán que millonario. Como las apariencias engañan, aunque un catalán sea más ignorante que un asno, los extranjeros le tendrán por un sabio que lleva la verdad en sus manos. Cuando Cataluña sea reina y maestra del mundo, nuestra reputación será tal, y la admiración que se nos tendrá llegará a tal punto, que muchos catalanes no manifestarán su origen y se harán pasar por extranjeros. Si alguien se sorprende de que Cataluña –que, en comparación con otras naciones, no tiene nada y no representa nada; que no tiene lo más mínimo, es decir, la independencia política; cuyas decisiones no pesan nada en el gobierno del Estado– esté destinada a dominar el mundo, si alguien se sorprende por ello, nosotros le responderemos así: si hubiesen dicho a los romanos, cuando querían dominar Judea, que los judíos les dominarían a ellos, así como a toda Europa y América –que todavía no había sido descubierta–, es seguro que se habrían echado a reír.
Como a muchos estas palabras les parecerán las de un humorista, es necesario aclarar que en los últimos años de su vida Pujols insistió en que, a pesar del estilo irónico de dicho libro («muy generalizado en aquella época entre los intelectuales de mi generación»), lo escribió totalmente en serio.
Este sorprendente superhombrismo, que ya denunciara Pío Baroja, impregna desde la capa más erudita hasta la más vulgar del mundo catalanista, como muy atinadamente describió Albert Boadella en su Manifiesto de un traidor a la patria:
Je, je, queda claro que no tenemos nada que ver con ellos, je, je, nosotros somos dialogantes, pacifistas y, naturalmente, más cultos, je, je, je, más sensatos, más honrados, más higiénicos, más modernos, je, je, si no hemos llegado mas lejos, je, je, ya sabemos quienes son los culpables, je, je, je.
De Pujols a Pujol las cosas siguen igual. Ese complejo de superioridad, de excepcionalidad, de padecer males siempre por culpa de los españoles, de hallarse en otra dimensión, por encima de principios y leyes, se manifiesta diariamente en los dichos y hechos de los dirigentes nacionalistas, ya sea el desprecio por España que emana eternamente de sus palabras o la sensación de impunidad que tan en bandeja les ha puesto la inoperancia del Estado durante cuatro décadas.
Poco hará el escándalo Pujol por cambiar tan arraigado fenómeno, pues los hinchas nacionalistas disponen de justificaciones para todo: unos lo consideran una maniobra de la pérfida España para dinamitar el proceso independentista; otros, una patriótica labor de la familia Pujol para no pagar al enemigo y después dedicar esos millones a obras de beneficencia en la Cataluña ya independiente; y otros, aunque admitan que es un delito, manifiestan su preferencia por que les robe un catalán antes que el Estado español.
Y, por supuesto, ni Durán, ni Mas (nada menos que el Consejero de Economía y Finanzas de Pujol), ni ningún otro responsable político, ni empresarios, ni periodistas, ni la policía, ¡nadie en Cataluña!, sabía nada.
Pero cada día va quedando más claro que estas prisas por la independencia no eran más que una maniobra para ponerse fuera del alcance de la justicia española. Y parapetados tras cientos de miles de tontos útiles agitando banderitas en la calle.