EL VIGÉSIMO aniversario del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco ha provocado, como todo lo importante en España, un debate mediocre y cerrado. La alcaldesa de Madrid se ha opuesto a que el Ayuntamiento le recuerde pasados 20 años con excusas de mal pagador y rechazando aquel grito que nació en Madrid con ocasión del asesinato de Tomas y Valiente –«¡vascos sí, ETA no!»–, porque la negativa a recordar al concejal asesinado tiene que ver, lo quiera o no la alcaldesa, con su posición durante el largo tiempo que combatimos a ETA.
En realidad, y bien lo saben Carmena y una parte de los nacionalistas, el problema no está en recordar al concejal de Ermua; lo que cuestionan es la reacción social a su asesinato, el espíritu de Ermua. ¡Sí! Podemos sabe que a Blanco, como a todos los demás, le asesinaron no por lo que era, concejal del PP en Ermua, sino por lo que representaba; y la reacción popular no fue por lo que era, sino por lo que representaba: su anonimato, su juventud , la humildad de su cargo político, el pulso al que sometieron al Estado, las pretensiones imposibles que exigieron para su liberación… Todo ello terminó convirtiéndole en un símbolo de la democracia española.
Son varias las razones que han llevado a los distintos grupos políticos a oponerse a recordar a Miguel Ángel Blanco. Los primeros son los concejales socialistas, de aquí y de allá, que se han negado a participar en los actos institucionales en su recuerdo; sólo una posición inequívoca de la dirección de Pedro Sánchez ha logrado minimizar la repercusión negativa que sin duda tenía su posición abstencionista. Estos militantes del PSOE sólo ven en la celebración de estos homenajes un intento de rentabilización política por parte del PP. No se dan cuenta que si el asesinato de Miguel Ángel provocó aquella reacción, quien más brillantemente la representó y lideró fue Carlos Totorika, socialista y alcalde de Ermua. Fue él quien se puso al frente de la manifestación, el que la dirigió y quien llevó a los vecinos hasta el cercano pueblo de Eibar para templar los ánimos exaltados que se extendían como la pólvora entre los vecinos de Ermua; la siguiente imagen de Carlos es con un extintor entre sus manos apagando el fuego que amenazaba con extenderse en la sede de Herri Batasuna.
El alcalde socialista hizo lo contrario a los personajes demagogos y oportunistas que dibujó con maestría Musset: «Triste oficio el de seguir a la muchedumbre / queriendo gritar más fuerte que los cabecillas». Si el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco provocó aquella reacción popular, quien la configuró hasta convertirla en el espíritu de Ermua fue un socialista humilde y generoso, que sólo ha querido hacer política en su pueblo, rechazando un medro personal que podía haber rentabilizado aprovechando la ola de cariño y admiración que su liderazgo pacífico, sin ira ni rencor, provocó en toda España, y en claro contraste con otros muchos que se cobijaron en canonjías partidarias. Las razones de este grupo podríamos abarcarlas bajo el epígrafe de ignorancia y sectarismo, y esa mezcla siempre produce, aun sin quererlo los protagonistas, un resultado inmoral.
El segundo grupo, el de los nacionalistas, se opone a recordar el espíritu de Ermua por otras razones, muy poderosas para ellos. No son tontos ni locos, simplemente saben que la reacción de la sociedad española hace 20 años en Vigo o en Huelva, en Barcelona o Badajoz, en Madrid o Bilbao, dibujó el contorno sentimental de una nación política. Y justamente esa reacción instintiva, sentimental, en absoluto organizada, mostró una sociedad que palpitaba al unísono, haciendo añicos las pretensiones políticas de los nacionalistas, su versión de la Historia y la base de todos sus argumentos: «Somos distintos al resto».
Efectivamente, la reacción popular fue contra ETA, pero el espíritu de Ermua era una impugnación general, profunda y radical al discurso nacionalista y, por saberlo ellos mejor que nosotros, se aprestaron a enterrarlo lo antes posible. Desde ese punto de vista parece lógico que no quieran resucitar nada que tenga que ver con aquellos días. En realidad no están en contra de recordar a Miguel Ángel Blanco, están en contra de recordar que existió una reacción de la sociedad que echó abajo durante unos días el andamiaje ideológico de todos los nacionalismos: « ¡a ver si se dan cuenta estos españoles de lo que de verdad supuso el espíritu de Ermua y lo repiten ahora».
Decía que ETA asesinó a Blanco por lo que representaba, no por lo que era. ¡Claro!, al minuto de su asesinato, el concejal popular se convirtió en un símbolo para quienes se opusieron a ETA, para quienes rechazaron el diálogo y el acuerdo político con la banda terrorista y para quienes sabían que ni la paz ni la libertad se negocian; pero hubo mucha gente que proponía acuerdos, cesiones y claudicaciones para conseguir la paz. Unos porque no tenían confianza en que les terminaríamos derrotando, otros porque creían que por debajo había un conflicto político que justificaba o, por lo menos, atenuaba la evaluación ética de las acciones terroristas de ETA.
Y un tercer grupo, no debemos callarnos en esta ocasión, porque veían en la acción criminal de ETA una oportunidad de volver a empezar, deshaciendo el camino iniciado con las elecciones de 1977, consideradas siempre por este grupo como el inicio de una gran claudicación de los antifranquistas ante las «eternas, poderosas y siniestras fuerzas del franquismo».
Para los que se equivocaron al pensar que ETA podía derrotar a la democracia española, para los que creían que el conflicto político justificaba a los terroristas y para los que no vieron la deseada victoria de ETA sobre el Estado, todo lo que represente a las víctimas de ETA, la reacción de la sociedad contra la banda terrorista o la derrota de ETA sin contraprestaciones, son episodios desagradables que prefieren olvidar y ocultar a las nuevas generaciones. Y en ese grupo están todos los sectores de Podemos, también Carmena, que es de Podemos a su manera, como lo ha sido todo en su vida pública desde hace mucho tiempo: siempre esperando a que le den las gracias.
COMO SIEMPREen España, siendo imposible ir al unísono, ahora se plantea quién lleva a quién. Durante los últimos 40 años, la mayoría optamos por la democracia del 77 y los contrarios, de derechas y de izquierdas, se refugiaron carcomidos por su propia debilidad en un silencioso rincón de nuestra Historia. Las consecuencias de la crisis económica, el debilitamiento de la legitimidad de las instituciones, pero también, y algún día habrá que meditar sobre ello, la liberación que ha producido en la sociedad española la derrota de ETA –no se entienden ni el órdago independentista catalán, ni la fuerza que han adquirido propuestas políticas radicales y antisistema sin la desaparición de la banda terrorista–, han permitido que los refugiados en el rincón de nuestra Historia contemporánea tomen fuerza y amenacen todo lo conseguido hasta ahora.
Planteada así la cuestión no queda más remedio que quienes tomaron la iniciativa hace 40 años, las posiciones centrales y moderadas de la sociedad española, vuelvan a tomarla ahora y mantengan el discurso político que nos ha permitido el periodo más largo de nuestra historia de progreso y libertad. Lo tendremos que hacer reformando lo que heredamos, siendo inclusivos y capaces de sobrepasar los intereses partidarios, las inercias acomodaticias y también, mal que les pese a quienes confunden la moral privada con la ética pública, superando el dolor provocado por la derrotada banda criminal en aras a una convivencia que se base en la libertad y en la igualdad de todos los ciudadanos; sin miedo a ser, pensar y sentir de forma distinta. Esta fue la propuesta, todavía no conseguida, que se inició minutos después de que los españoles se enteraran que ETA había asesinado a una joven de Ermua por el simple hecho de no ser, de no pensar y de no sentir como los terroristas querían que lo hiciera toda la sociedad vasca.