Pello Salaburu, EL CORREO, 31/10/12
La sociedad va a seguir persiguiendo a quienes tanto daño han hecho, porque no hay aquí ni negociación ni nada que se le parezca, y porque hay que aclarar todavía muchos atentados
No he seguido con demasiada atención los comentarios públicos que ha suscitado la reciente detención de los dos militantes de ETA en Francia. Pero he leído alguno de ellos mientras me tomaba el café o los he oído en la radio: me han suscitado sorpresa, aunque sea siempre una sorpresa relativa después de la cantidad de tonterías que hemos tenido que escuchar en todos estos años. La situación es la siguiente: hay unas personas que se han dedicado a matar, a extorsionar o a hacernos la vida imposible durante un largo tiempo. O a ordenar a otros que maten o extorsionen. Y va la policía y los detiene: asombroso. Al menos para algunos: ¿Cómo es posible hacer eso si estamos en un proceso de paz? ¿Cómo, si en otros países como Colombia, los representantes de las FARC se reúnen con el Gobierno? El Gobierno español no sabe lo que es un proceso de paz. No faltan quienes mezclan churras con merinas: hacer eso cuando Cataluña se ha levantado contra España, cuando en Escocia se está preparando un referéndum, o en Quebec se ha votado ya la independencia en varias ocasiones. Es incomprensible.
Y, en efecto, al menos para mí es bastante incomprensible que se produzcan ‘argumentos’ de tal calado en tertulias radiofónicas. Nos gusta vivir en mundos fantasiosos. De ahí a preguntarse cómo son posibles estas detenciones cuando estamos en crisis o cuando hay olas de cuatro metros media solo un paso. Algunos lo dan sin ningún pudor.
Mucho me temo que parte de esto tenga su origen en aquella payasada que se celebró en Ayete el pasado año y de la que nadie se acuerda ya: hace unos días pasó el primer aniversario con poca gloria y sin ninguna pena. Apenas un vago recuerdo. Pero en su día generó en algunos una sensación de que estaba ocurriendo algo que en realidad no sucedía más que en mentes predispuestas al autoengaño: ETA decreta el alto el fuego porque un grupo de personalidades internacionales en horas bajas se lo pide. Naturalmente, con semejante premisa todo es posible, hasta imaginar a los representantes de ETA sentados en la Fontana di Trevi dialogando con el ministro del Interior sobre una nueva entrega de Indiana Jones.
Todos sabemos, por el contrario, que ETA cayó porque ya no podía más. Que la actuación decidida de la Policía y de algunos jueces pudo con ellos. Que no hay otra cosa debajo. Que a eso se le añade el hartazgo de la población, y el cansancio de algunos de su propio bando, que veían peligrar sus puestos de futuro en el consejo de administración de Kutxabank, o en los despachos oficiales cuyos colores comenzaban a atisbar. Esta retirada de ETA tuvo un efecto fulminante: además de los sectores históricos que siempre les han apoyado, hubo votos que provenían de personas que parecían decir: «Vamos a votarles para que no nos maten». Claro, dicho así es un poco fuerte, y la argumentación es más sibilina: «Vamos a votarles porque así apoyamos la paz». Parte de esos votos se han retirado ya, y se retirarán más en el futuro, porque la gestión, ya se sabe, es a veces más complicada que andar a tiro limpio. Y la basura huele que apesta, a nada que se deje al sol.
Es verdad que Colombia está negociando con las FARC, una organización que, a diferencia de ETA, es todavía fuerte en algunas zonas –a pesar de que se haya debilitado mucho–, y no ha decidido ningún cese definitivo. Organización sometida cada día a la acción policial, y que sigue matando. Poco que ver con ETA, ni con esos dirigentes detenidos que no estaban negociando nada, sino que estaban huyendo. Pero, bueno, no voy a ser yo quien llame la atención sobre una realidad más que tozuda que convendría aceptar cuanto antes. La sociedad va a seguir persiguiendo a quienes tanto daño han hecho, porque no hay aquí ni negociación ni nada que se le parezca, y porque hay que aclarar todavía muchos atentados. ETA no va a volver a las andadas porque no tiene fuerza, y porque da la impresión de que la Policía tiene a sus militantes bajo control. Mucho menos ahora que han descubierto que se vive con cierta tranquilidad sin mirar todos los días debajo de la cama.
Solo aceptando lo que sucede en la realidad, y no en la imaginación de algunas mentes acostumbradas al espejismo, es posible pensar en otras cosas sobre las que también hay que recapacitar: la situación de los presos, por ejemplo. Quizás algún día se den cuenta de esto, aunque a veces acabo pensando que hay quien defiende todavía lo que oíamos hace años: el derecho del preso a cumplir condena. Lo decían desde la calle, claro. Conviene mirar las hemerotecas.
Esto nada tiene que ver con otras cuestiones que solo de forma lateral se relacionan con el tema: la situación de las víctimas; la negación del olvido sobre lo sucedido; los muertos de la guerra civil todavía en las cunetas, para vergüenza de todos; los atentados sin esclarecer de la extrema derecha o de grupos policiales; los abusos en comisarías, y toda una historia oscura que siempre reivindicará su presencia entre nosotros. Se puede hablar incluso de la reacción, tan patética, del Gobierno español –en contraste con los de Gran Bretaña o Canadá– cada vez que oye la palabra «independencia», que ha debido borrar de su diccionario. Pero, como digo, son temas que deben ser tratados de otro modo. Aquí estamos ante algo muchísimo más simple: los asesinos deben estar en la cárcel, no en la calle. Por mucho que haya gente dispuesta a jalear sus proezas.
Pello Salaburu, EL CORREO, 31/10/12