Luis Ventoso-ABC
- Si todos los resultados son malos, ¿de dónde se deduce que lo hacen bien?
Con pesar me entero de que se ha muerto en Venecia, a los 59 años y de una hemorragia súbita, el antropólogo neoyorquino David Graeber, un ocurrente profesor de la London School of Economics. No sintonizo con su onda ideológica: se declaraba anarquista y fue uno de los ideólogos del movimiento Occupy Wall Street. Pero me gustaba leerlo, porque aunque exageraba en su caricatura del capitalismo, tenía chispa e inteligencia y a veces señalaba verdades impronunciables. En 2013, publicó en una revistilla izquierdista británica un artículo contra lo que llamaba «bullshit jobs», que definía como «esos trabajos que si desapareciesen mañana el mundo no notaría diferencia; empleos sin sentido, innecesarios e incluso perniciosos». «Bullshit», literalmente «mierda de toro», es una palabra polisémica que se podría traducir como «tontería», «chorrada», o lo que aquí llamaríamos «una gilipollez», o directamente «una mierda». Aquel artículo se volvió viral y algunas de sus citas hasta aparecieron en carteles por el metro. Visto el éxito, hace dos años, Graeber amplió el asunto en un libro con testimonios de trabajadores desencantados de sus empleos vacíos. Entre los ejemplos de puestos inútiles recogía un heroico caso español, el del funcionario de Aguas de Cádiz que no pisó su oficina durante seis años y solo fue descubierto cuando iban a promocionarlo por su buena labor.
El estudioso señalaba que vivimos en «epidemia de trabajos sin sentido de la que nadie quiere hablar». Cuando volé a Río de Janeiro en los años noventa, dentro del ascensor del aeropuerto había un tío sentado en una banquetita cuyo empleo consistía en darle al botón de bajada y subida. Pero Graeber no se centra en esa pequeña picaresca, sino en el mundo de las grandes finanzas, los servicios corporativos, el marketing y los recursos humanos. Incluso ofrece algunas categorías de empleos estériles, como «hacer que el jefe se sienta importante» o «dirigir a gente que en realidad no necesita ser dirigida». Provocador, sostiene que «si mañana una extinción masiva borrase de un plumazo a todos los lobistas y abogados corporativos, el mundo no lo notaría».
En 1928, Keynes pronosticó que gracias a la tecnología en cien años solo trabajaríamos tres horas diarias (y más por sentirnos útiles que por necesidad). Pero se acerca la fecha y sucede lo contrario: cada vez estamos más cercados de tareas. Con el móvil, hasta se acuestan con nosotros. Para Graeber, no es más que un enorme autoengaño, una simulación colectiva. Lo curioso es que tras la salida de su libro se realizaron encuestas preguntando a los sondeados si su labor aportaba algo al mundo. Un 37% de los británicos y un 40% de los holandeses reconocieron que no.
Me he acordado de Graeber estudiando el balance de la labor de Illa y Simón. Ambos son cordiales, educados, y jamás levantan la voz. Pero las cifras son pésimas. Si todos sus resultados son malos, ¿de dónde se deduce que lo están haciendo bien?, ¿de sus peinados y su compostura? Graeber vería un caso de libro de «bullshit jobs». Si nos pusiésemos coloquiales, costaría no concordar.