Jon Juaristi, ABC 09/12/12
Despolitizar la cuestión de las lenguas en España exigiría dejar de subvencionarlas.
Sobre las lenguas, sólo se debería legislar lo imprescindible para proteger el derecho del individuo a expresarse en la que le venga en gana y decidir en cuál educar a sus hijos. El resto no sólo sobra: crea problemas y no resuelve ninguno. La mentalidad nacionalista parte del supuesto de que la unidad de lengua es imprescindible para la existencia de la nación, lo que es erróneo. La nación requiere una voluntad de convivencia cordial y solidaria. Sin ella, como lo demuestra el caso de la ex Yugoslavia, la unidad lingüística resulta insuficiente para establecer o mantener lazos nacionales.
El nacionalismo lingüístico moderno tiene dos fuentes: la Revolución Francesa y el romanticismo alemán. La primera proclamó el carácter revolucionario de la lengua francesa («La revolución habla francés; la reacción, bretón, provenzal y vasco»). El segundo identificó la lengua con el espíritu del pueblo. Para los primeros nacionalistas alemanes, los franceses eran un pueblo germánico degenerado, un rebaño de zombies que habían perdido su espíritu al olvidar su lengua originaria y adoptar el latín. Ambos supuestos resultan absurdos: los chuanes fueron movilizados contra la revolución por jefes monárquicos que hablaban un francés académico y entre los nobles emigrados se contaban algunos de los mejores representantes de las letras francesas (el número de escritores contrarrevolucionarios se incrementaría exponencialmente en épocas posteriores con efectivos de extracción burguesa e incluso proletaria). En Alemania, grandes poetas y filósofos de la modernidad, como Heine y Benjamin, escribieron buena parte de su obra en francés, dando continuidad así a una práctica muy extendida entre los literatos y pensadores alemanes del Antiguo Régimen. Y es que las lenguas no determinan la ideología ni la visión del mundo de sus hablantes.
Los nacionalistas creen que las razones para expresarse en una u otra lengua son de orden afectivo, pero ellos mismos acaban plegándose a criterios utilitarios. La lealtad lingüística de muchos de los hablantes de lenguas minoritarias depende de las posibilidades de captación privada de recursos públicos. Si se dejase de subvencionar a las lenguas, aunque nunca se subvenciona lengua alguna sino a sus cultivadores, la lealtad de éstos se relajaría hasta desaparecer en la buena parte de los casos. En las sociedades verdaderamente liberales, sin Estados subvencionadores que brinden oportunidades a los predadores de renta, la coexistencia de lenguas diferentes aparece desprovista de ribetes conflictivos. Los individuos recurren a la lengua de la mayoría por motivos pragmáticos y asumen, en su caso, el cultivo y transmisión intergeneracional de las lenguas minoritarias a sus propias expensas, como lo siguen haciendo, por ejemplo, los hablantes de yiddish en las comunidades judías ortodoxas de los Estados Unidos (no es el caso de las comunidades hispanas, que reclaman de la administración bastante más que la mera posibilidad de enseñanza en español).
Despolitizar la cuestión de las lenguas en España exigiría privar a todas ellas de subvención oficial y subordinar la oferta educativa pública en una u otra a la demanda real de las familias. Ésta, sin la ansiedad inducida por la «normalización lingüística» planificada desde las administraciones, terminaría ajustándose a pautas más racionales y, sin duda, más democráticas, una vez devuelta a la sociedad civil la responsabilidad de comunicarse y entenderse en la lengua o las lenguas libremente elegidas, y descargándola así de la obligación de reparar supuestas injusticias históricas definidas por sus principales beneficiarios.
Jon Juaristi, ABC 09/12/12