Javier Caraballo-El Confidencial
- Trafalgar es símbolo de nuestra propia historia, pero se olvida, se abandona, se oculta o se desprecia. Tenemos que verlo todo como un proceso: «No se puede amar lo que no se conoce»
En lo alto del promontorio, alrededor del Faro de Trafalgar, solo hay un puñado de turistas, la mayoría ingleses, que dan vueltas alrededor. Si buscan alguna referencia histórica sobre lo ocurrido en aquellas aguas, pierden el tiempo. “¿Pero no hay ni un solo cartel, ni una placa o algo?”, pregunto extrañado a un señor que parece hacer tareas de mantenimiento en el faro. “Nada, nada”, responde. “Hace algún tiempo había unos carteles por ahí”, dice señalando con el dedo la rampa de la izquierda, por la que se desciende a los Caños de Meca, “pero los han quitado o los habrán robado. Así que ya no hay nada”.
He perdido de vista a los ingleses y ahora suben unos españoles, gallegos por el acento, y describen el mismo itinerario de perplejidad de todo el que sube hasta aquí: pasan por la reja en la que hay un azulejo viejo y cuarteado del Ministerio de Obras Públicas, se dan una vuelta por el imponente faro blanco, la cal desconchada de las paredes, llegan a unas ruinas que parecen de un faro antiguo —en realidad, pertenecen a una torre almohade, aunque tampoco existe nada que lo indique— y se vuelven por donde han llegado. A sus pies, el escenario de una de las mayores tragedias de la historia de España, la batalla de Trafalgar. El desprecio de este lugar, el ninguneo ignorante al que está sometido, puede adoptarse como el mejor símbolo del complejo ante nuestra propia historia, que es uno de los rasgos identificativos del español.
Quizás alguien pueda reponer que en España se ignora Trafalgar porque no hay nada que celebrar: quienes lo festejan son los ingleses
Quizás alguien pueda reponer que, como es normal, en España se ignora Trafalgar porque no hay nada que celebrar: quienes lo festejan son los ingleses, en Trafalgar Square, con la estatua de cinco metros de Nelson, el intrépido marinero al que puede atribuirse el éxito de la batalla por su astucia en las técnicas de guerra. Podría ser, si no fuera porque en España tampoco se celebran las victorias ni héroes, como Blas de Lezo, por ejemplo, contra ese mismo imperio inglés. Aquí, sencillamente, nunca hay nada que celebrar porque la historia es un complejo que se arrastra. Lo paradójico además es que en esta España autonómica se celebran en muchas comunidades algunos episodios del pasado que, por el catetismo nacionalista que nos invade, conmemoran acontecimientos irrelevantes desde el punto de vista histórico, esencialmente derrotas o batallas de la etapa prerromana, que se engordan artificialmente para crear ese sentimiento falso de identidad diferenciada del resto de España.
Una de las consecuencias negativas de la España autonómica es la prevalencia de la historia regional sobre la española, y esa es una perversión que solo puede provocar problemas en el funcionamiento del Estado, en el interés común, sin entrar siquiera a valorar el aspecto esencial de incultura que supone. No existe ningún informe ni ‘libro blanco’ al respecto, pero es probable que, en muchas autonomías, en muchas, los escolares acaben teniendo más conocimiento, por ejemplo, de los ríos de su comunidad que de los grandes ríos de España; podrían identificar antes por dónde transcurre un afluente que nace en su región que algunos de los grandes ríos españoles en que desembocan, como el Duero, el Tajo, el Ebro o el Guadalquivir. Sin que nada de ello suponga un ataque al Estado autonómico, porque esta España descentralizada de las autonomías es el modelo territorial que mejor se adapta a nuestra idiosincrasia, cada vez se hace más necesaria una reconsideración general y normalizada del papel de España, de la presencia de España, del ser de España. No puede ser que ese discurso caiga siempre en manos de los extremos, unos y otros, que acaban desvirtuándolo todo.
Calculemos las repercusiones del abandono de la historia común o, peor aún, de la aceptación de las versiones adulteradas
Pero volvamos a Trafalgar, como símbolo de nuestra propia historia, que se olvida, se abandona, se oculta o se desprecia. Tenemos que verlo todo como un proceso, por la simple lógica de que “no se puede amar lo que no se conoce, ni defender lo que no se ama”, que es la sentencia antigua que se atribuye a Leonardo Da Vinci. Lo que tenemos que aprender como sociedad es que la defensa de la historia de España es una defensa de nosotros mismos. Para los psicólogos, el orgullo es una de las emociones más poderosas, relacionada directamente con la confianza y con la autoestima. Pensemos en la importancia de esos valores en una sociedad, en un colectivo. Y a partir de ese momento, calculemos las repercusiones del abandono de la historia común o, peor aún, de la aceptación de las versiones adulteradas, distorsionadas, que la convierten en un pasado siniestro y tenebroso del que hay que arrepentirse.
Lo de hace unos días, por ejemplo, con la polémica de la espada de Bolívar. Es dentro de España, ni siquiera en Colombia, donde se genera y se alimenta la polémica, que, más allá del ataque grotesco a Felipe VI y a la monarquía parlamentaria, lo que traslada es nuevamente la aceptación de que el Descubrimiento de América fue un genocidio y que todos aquellos países se liberaron y progresaron cuando se produjo la descolonización. Exactamente igual a lo ocurrido hace justo un año, en agosto de 2021, cuando se cumplieron 500 años de la entrada de Hernán Cortés en la capital del imperio azteca, Tenochtitlan, hoy Ciudad de México, un 13 de agosto, y el presidente mexicano, López Obrador, pidió y exigió “perdón a las víctimas de la catástrofe originada por la ocupación militar española de Mesoamérica y del resto del territorio de la actual república mexicana”. Seguir ignorando que fueron los propios indígenas, por cientos de miles, quienes aprovecharon la llegada de Cortés, con solo 500 hombres, para acabar con el verdadero objeto de sus desgracias, el tirano que los explotaba, que sacrificaba a sus hijos en sangrientas ceremonias de canibalismo; ignorar, en definitiva, que Moctezuma no podría haber sido derrocado sin el odio de las tribus a las que sometía es, simplemente, una farsa insostenible que los españoles no podemos tolerar. Al menos, quien suscribe en cada ocasión que surja esta polémica.
Los ingleses han tenido siempre tan clara la necesidad de cuidar su historia, de mimarla como si fueran mimbres entrelazados sobre los que se asienta una sociedad, que, en aquel episodio trágico de Trafalgar para los españoles, conservaron el cadáver del almirante Nelson, que cayó abatido en su épica victoria, como si se tratase del mayor tesoro arrebatado al enemigo. Después de que Nelson pronunciara sus enigmáticas (o delirantes) últimas palabras, “beber, beber; abanico, abanico; frotar, frotar”, lo introdujeron en barril de brandi de Jerez para que se mantuviese así debidamente amortajado hasta llegar a Londres, donde fue recibido como el héroe que se le sigue considerando. ¿Quién conoce un solo nombre de los héroes españoles que murieron en aquella batalla? ¿Quién ha reclamado su memoria, siquiera frente a aquel faro en el que dejaron su vida? Al final, un día de estos, un inglés preguntará en lo alto del faro y alguien le explicará que el cabo de Trafalgar lleva ese nombre en honor a la famosa plaza de Londres. Así que, como aquí solo hay pintadas, habrá que encargar una que por lo menos escueza al visitante: Trafagar, soy español y me desprecio.