Ignacio Suárez-Zuloaga-El Correo
- Si las leyes incomodan al Gobierno, se cambian por decreto. Si ya se le han aplicado a alguien, se le indulta. Y si este exige una amnistía, pues también
Entre 1794 y 1937 Gipuzkoa y Bizkaia sufrieron un ciclo de violencia sin parangón en la Europa de los últimos dos siglos. La historiografía coincide en señalar la sucesión de causas y efectos que se retroalimentaron: guerra, traición de unos pocos, venta de propiedades comunales y aumento de impuestos, enfrentamientos civiles, negociación y perdón; y vuelta a empezar. Hasta un total de cinco guerras y dos periodos de ‘conflictos de baja intensidad’ (asesinatos de insurgentes). Una inestabilidad que provocó el deterioro de las instituciones y la pérdida del autogobierno. Ciclo que se experimentó con mucha menos intensidad en Álava y en Navarra (pues conservaron autogobiernos disminuidos).
El detonante fueron las decisiones que adoptaron en agosto de 1794 dos ilustres propietarios residentes en Getaria, los cuñados Joaquín de Barroeta Zarauz Aldamar y José Fernando Echave Asu Romero. Cuando las tropas de la Convención francesa invadieron Gipuzkoa, Aldamar y Romero -en su calidad de diputados generales- violaron la legalidad foral ordenando que los vecinos entregasen las armas a los invasores. Y, tras reunir en Getaria a unos asustados junteros, acabaron convenciéndoles para que solicitaran convertirse en república independiente bajo la protección de Francia. Los comisarios políticos del ejército invasor se negaron, tomaron como rehenes a los 46 junteros, disolvieron las instituciones forales y utilizaron a los cuñados como sus auxiliares.
Durante el invierno de 1794 a 1795, una epidemia redujo el ejército invasor de 58.000 a 12.000 efectivos. Catástrofe que pudo haber sido muy superior de no ser por la eficaz labor de un puñado de colaboracionistas, que echaron mano de todos los recursos de la provincia para alimentarles, habilitando 52 edificios donde cuidar a miles de enfermos. Los generales y comisarios franceses quedaron enormemente agradecidos y consiguieron que la Convención les devolviera sus cargos y declarase a Gipuzkoa república independiente. Cuando se recuperaron de la epidemia, retomaron su ofensiva, acompañándoles Aldamar y Romero como guías. Pero la firma de la Paz de Basilea motivó el exilio de 16 familias colaboracionistas.
Los jefes del ejército francés escribieron insistentemente a su Gobierno para explicarle hasta qué punto aquellos exiliados habían salvado a su ejército, consiguiendo que presionase al ministro Godoy a comprometerse por carta a no molestarles. Pero la reacción indignada de los guipuzcoanos, insistiendo en la necesidad de juzgarles, les disuadía de volver. Durante cuatro años los exiliados escribieron a su rey (tratando de justificarse) y al Gobierno francés (pidiendo ayuda económica, la nacionalidad francesa o que garantizase su regreso). Finalmente, el Gobierno español -que dependía enteramente del francés- acabó por oficializar el perdón. Aunque estaba convencido de su culpabilidad y ya había encargado al canónigo Llorente que justificara jurídicamente la eliminación de la foralidad de los vascos, el pueblo que hasta entonces tenía más fama de leal. Reputación colectiva con grandes ventajas prácticas: autogobierno fiscal, ausencia de servicio militar y acceso privilegiado a las carreras militar, burocrática y eclesiástica. Por eso había tantísimos vascos en altos cargos del Imperio y los junteros guipuzcoanos insistían en eliminar su reputación de traidores (pues incluso vizcaínos y alaveses desconfiaron de ellos durante la guerra).
La impunidad animó a que Aldamar se atreviese a pleitear contra la Diputación de Gipuzkoa para que le pagase los sueldos de cuando trabajó para los invasores. En cambio, fueron desatendidas las reiteradas peticiones de las Juntas Generales del territorio para que Carlos IV hiciera una declaración oficial ‘restituyendo el honor de la provincia’.
Tras una década de ostracismo social se produjo la invasión de 1808, consiguiendo Aldamar que José Bonaparte le encargara el Gobierno de Santander y Asturias. Por eso volvería a exiliarse. Murió en Francia en 1837. Su hijo Joaquín, nacido en Getaria durante el primer exilio de su padre, se fugaría del Collège de France en 1813, alistándose en el ejército español y, como liberal fuerista moderado, dedicaría toda su vida a limpiar la reputación de su familia.
Hoy, arrumbado el Derecho Natural y la Filosofía del Derecho a ‘asignaturas marías’, no hay principio ético capaz de detener a los legisladores y al Tribunal Constitucional. Pues el único mal es el dictado por las leyes del momento; normas que, de incomodar al Gobierno, se cambian mediante decreto ley, de un día para otro. Incluso pueden aplicarse antes de ser votadas y promulgadas (como la del ‘pinganillo’). Y si ya se han aplicado a alguien, pues se le indulta. Y si, además, este exige una amnistía, pues también. Todo vale para quien tiene el cargo y teme perderlo. Ni siquiera hace falta un consenso, basta un solo voto más. Y después de todo esto, ¿qué dirán de Puigdemont y Sánchez los historiadores del futuro? Pues algo parecido a lo que yo ahora escribo de Aldamar y Godoy. Aunque con una diferencia: los golpistas de ahora ya han reiterado que lo volverán a hacer.