- Dos miembros del FRAP fueron fusilados nueve días después, acusados del asesinato de un guardia civil.
Este jueves 18 de septiembre se cumplen 50 años del último Consejo de Guerra del franquismo en el que fueron condenados a muerte cinco miembros del FRAP acusados de haber asesinado a un teniente de la Guardia Civil.
El juicio se celebró en Hoyo de Manzanares, en una sola jornada y mediante el procedimiento sumarísimo aprobado un mes antes por Franco y aplicado de forma retroactiva.
La principal prueba contra los acusados fue el testimonio de su compañero, de José Fonfría, defendido por el joven abogado del PSOE Pedro González Gutiérrez-Barquín.
Dos de los condenados, el jefe del ‘comando’, José Luis Sánchez Bravo, ‘Hidalgo’, y el presunto autor material, Ramón García Sanz, ‘Pito’, fueron fusilados «al alba» del 27 de septiembre. Los otros tres fueron indultados.
Diez años después, el entonces director de ‘Diario16’, Pedro J. Ramírez, reconstruyó los hechos en su libro ‘El año que murió Franco’, tras hablar con los principales testigos, incluido el propio Fonfría.
Reproducimos a continuación el capítulo en el que se detalla cuanto sucedió aquel día en Hoyo de Manzanares.
— ¡Señores, el Consejo de Guerra está constituido!
El Tribunal ha decidido tirar por la calle de en medio, sin aguardar a los escritos de conclusiones, impidiendo por tanto toda petición de prueba, y sin contestar siquiera a varios de los recursos.
Nada más entrar en la nave habilitada al efecto, el abogado Fernando Salas se fija en dos detalles: en que su colega Pedro González Gutiérrez-Barquín, a quien conocen como Pedrito, ya está allí sentado, esperándolos a todos, y en que el reluciente sable del coronel Oñate de Pedro se halla colocado sobre la mesa del tribunal recubierta con paño rojo. A su lado se sienta, en calidad de ponente, el comandante Rodríguez Devesa. Los capitanes José García Guerrero, Pedro Sánchez Castro y José Miguel de la Calle completan el tribunal.
Tras el estrado hay un dosel de cortinajes rojos con su correspondiente crucifijo y una copia del famoso retrato bélico de Franco en el que aparece cubierto de una especie de gasa de gamuza.
A la izquierda del tribunal se sienta el fiscal y a la derecha, los defensores, distribuidos en tres filas de sillas —titular, suplente, codefensor militar—, alineadas detrás de una mesa larga.
Los procesados están enfrente del tribunal y delante de un público en el que hay familiares de los reos y policías, con uniforme y sin él. Los procesados tienen las esposas puestas y una pareja de grises detrás de cada uno.
— Siéntense. ¿Están todos sentados? Señor secretario, proceda a la lectura del apuntam…
Aún no ha terminado Oñate de hablar, cuando el letrado Juanjo Aguirre se pone de pie y pide la palabra, dispuesto a plantear las objeciones de la defensa contra el inicio de la vista.
— Con la venia, señor presidente…
— Cállese, este no es el momento procesal en que le corresponde intervenir.
Ventura Pérez Mariño, Concha de la Peña, Pilar Fernández y Juan Lozano secundan el empleo del primer defensor, siendo contestados de igual modo. La crispación sube de tono cuando Juanjo Aguirre pide la palabra por segunda vez. Oñate consulta en voz baja con Rodríguez Devesa, e inmediatamente anuncia:
— De acuerdo con el artículo 18 del Decreto-Ley 10/1975 le apercibo de expulsión.
Un rumor de protestas surge de entre los familiares de los acusados. Cuando los otros cuatro titulares agotan también su segundo intento de intervenir, en la sala se hace el silencio.
Son segundos que parecen eternos. Oñate aguarda con las manos apoyadas sobre la mesa. Entre susurros Pilar Fernández comenta asustada a Ventura Pérez Mariño: «Tenemos que hacerlo… hay que volver a pedir la palabra».
Por fin se escucha de nuevo la voz grave de Juanjo Aguirre.
— Con la venia, señor presidente…
Oñate salta sobre la presa:
—De acuerdo con el artículo 18 del Decreto-Ley 10/1975 queda usted expulsado de la sala. Proceda a ocupar su lugar el letrado suplente.
La misma suerte corren los otros cuatro, sin que sirva de nada que Juan Lozano ponga toda su bonhomía y énfasis en pedir la palabra «con el máximo respeto a Su Señoría». Mientras Pedrito contempla el espectáculo con los labios sellados, pálido como una tumba, los cinco suplentes van agotando también sus tres avisos con diversos intervalos.
— ¡Esto es un atropello! —grita Miguel Sastrústegui antes de marcharse.
— Que conste en acta —reclama, puntilloso, el fiscal.
Lo último que escucha Fernando Salas es la voz del comandante Pablo López Pinto que susurra a sus espaldas: «Por favor, no marchaos; por tu madre te lo pido…».
Gerardo Viada se lleva consigo el sumario y el Código de Justicia Militar: puesto que Ramón García Sanz, alias Pito, ni siquiera ha querido hablar con el oficial que le han asignado como codefensor, es absurdo quede la menor apariencia de legalidad.
Cuando el secretario termina la lectura del apuntamiento, el único codefensor que permanece en la sala es Paca Sauquillo, quien —con más sangre fría que algunos de sus colegas— está esperando la oportunidad de plantear una seria objeción procesal.
— Con la venia. Puesto que Su Señoría nos ha pedido a los letrados suplentes que nos hagamos cargo de las defensas, solicito que se dé lectura al escrito de recurso en el que alegamos no haber sido instruidos en la causa por no disponer de copia del sumario.
El coronel Oñate accede, pero resulta que ahora no aparece ese papel. Tras unos momentos de confusión, Paca Sauquillo lee una copia del mismo. Visiblemente nervioso, el presidente le retira la palabra y le indica que no insista sobre el asunto. Ni corta ni perezosa, Paca Sauquillo sugiere:
— Puesto que no he podido disponer de copia del sumario, solicito a Su Señoría que se proceda a la lectura completa del mismo.
Un cierto murmullo brota de entre el público. ¿Cuántas horas pueden hacer falta para leer los trescientos folios? Oñate interpreta la propuesta como una especie de provocación y expulsa también a Paca Sauquillo quien, para desesperación del militar, arrecia en sus protestas y trata de quedarse dentro de la sala, mezclada con el público. Oñate no lo consiente.
— Le recuerdo a la letrado que ha sido expulsada de esta vista, por lo que le ruego que desaloje la sala inmediatamente, sin causar más alboroto.
Acompañado por un soldado de la Policía Militar, Paca Sauquillo se reúne con sus compañeros en la pequeña habitación que hace las veces de sala de togas. Pilar Fernández, abrumada por la impotencia, la tensión y el cansancio de una noche sin dormir, tiene un ataque de nervios y llora a lágrima viva, abrazándose a Ventura Pérez Mariño.
Un policía de paisano se coloca junto a la puerta y comienza a insultarles en un tono lo suficientemente elevado como para que lo capten algunos de sus compañeros situados en el pasillo.
— ¡Hijos de puta… A la calle! ¡Que los echen!
Arriba, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez Bravo. Abajo, Manuel Cañaveras de Gracia y la escopeta de cañones recortados junto a cartuchos empleados en el crimen.
Es un momento difícil que resuelve el capitán de la Policía Militar, encarándose con el sujeto…
— Usted, cállese y retírese… Y ustedes permanezcan, por favor, en este cuarto hasta que podamos ofrecerles seguridades en la salida.
Cinco minutos después los diez abogados abandonan el recinto militar, de regreso al despacho de la calle Lista. En la Sala de Justicia se procede entretanto al interrogatorio de los acusados por parte del fiscal. Todos reconocen ser miembros del FRAP, todos niegan su participación en la muerte del teniente Pose y todos —menos José Fonfría— denuncian haber sido torturados por la policía.
En su respuesta al fiscal, Fonfría se limita a reconocer su participación en el intento de robar un coche, asegurando desconocer en qué iba, a ser empleado y negando toda relación con el asesinato del teniente.
Las preguntas son bastante tangenciales y por lo tanto fáciles de contestar con evasivas. Como la cosa no va mal, Pedrito renuncia a interrogar a su defendido, pensando que cuanto menos se le haga hablar a Fonfría, mejor.
El momento cumbre del Consejo de Guerra llega con las preguntas del vocal ponente Carlos Rodríguez Devesa, quien actúa en representación del presidente. Con cierta teatralidad, Rodríguez Devesa empieza a pasar las hojas del sumario que contienen las declaraciones de Fonfría a la policía.
Con voz pausada y tono deliberadamente amable, va resaltando las contradicciones entre su testimonio y el de algunos de sus compañeros.
— Usted declara que cuando se escuchó el disparo ya había huido del lugar de los hechos, y sin embargo, otras versiones indican que permanecía en una esquina…
Fonfría está de pie delante del banquillo de los acusados, con Manuel Cañaveras sentado a no más de tres metros de distancia. Tiene una profunda jaqueca que le taladra la cabeza y se siente totalmente confundido.
Dentro de él pugnan dos impulsos contradictorios: uno es su vieja lealtad al Partido y a los camaradas, después de casi seis años de militancia clandestina; el otro es la voz de su mujer que le dice: «Sálvate tú…, no sé cómo a estas alturas te has dejado enredar… Estos tíos del FRAP son unos tal y unos cual… Hazme caso, que yo los conozco bien… Piensa en el futuro de tu hija…».
Fonfría se aferra a la imagen de su niña recién nacida y, en medio de la angustia, del dolor de cabeza, de las ganas de terminar cuanto antes, hace de ella su gran excusa.
Aun manteniendo su tono amable, Rodríguez Devesa está imprimiendo ya una enorme precisión y firmeza a sus preguntas:
— ¿No es menos cierto que usted…? ¿Y, por lo tanto, no es menos cierto que además usted…? No es menos cierto, no es menos cierto, no es menos cierto… Su voz retumba contra el cráneo de Fonfría como si fuera la lanzadera de una grúa de demolición.
Con medias palabras arrancadas una a una, al principio; más abiertamente, después, el testigo va reconociendo su participación en los hechos en términos muy parecidos a como ya lo hizo ante la policía. Es el momento exacto para que Rodríguez Devesa aseste su estocada mortal.
— Pero vamos a ver… ¿A usted quién le propone hacer eso?
Tras dudarlo un segundo, clavando la vista en el suelo, Fonfría responde con su voz grave y pastosa:
— Fue Cañaveras.
Un sobresalto general recorre la sala. Uno de los procesados se ha convertido en testigo de cargo contra sus compañeros. Si reconoce a Cañaveras, ya hay un hilo del que se puede tirar hasta desenredar el ovillo y arrastrar a todos los demás.
Pedrito es el primer sorprendido, pues la estrategia de su defensa se basa en negar los hechos o en todo caso en reconocer un grado de participación mínimo, pero de ninguna manera en incriminar a los demás.
Rodríguez Devesa siente que tiene los triunfos en la mano y continúa hojeando de manera ostensible el sumario. Desde su lugar en el banquillo, Manuel Cañaveras de Gracia, alias Ramiro, mira con incredulidad al camarada que le ha delatado. Es una mirada de cordero degollado, una mirada de estupor en la que puede leerse: Pero, hombre, ¿cómo puedes hacerme una cosa así?
Fonfría escucha petrificado la lluvia de invectivas y amenazas que procedente de algunos de los familiares se cierne sobre él. Acaba de pronunciar el nombre de Cañaveras y ya está arrepentido de haberlo hecho. ¿Por qué lo ha dicho?
Le gustaría volverse atrás, poder rectificar, gritar que todo ha sido un error y que jamás ha visto ni a Cañaveras, ni a ninguno de los otros. Pero continúa ahí, sin mover un músculo, como si fuera una estatua erigida a la memoria de su propia pobreza de espíritu.
En realidad, Fonfría es un hombre con muy escasas defensas, cuya falta de voluntad le hace rodar ya ladera abajo.
A nuevas preguntas de Rodríguez Devesa, responde que, efectivamente, poco después del mediodía del 16 de agosto, se dirigió en unión de Cañaveras hacia la calle Villavaliente y que cerca de allí penetraron en un bar donde se les unieron otros dos individuos y que vio cómo los miembros del grupo se colocaban otras camisas encima de las que llevaban puestas y que a él le dieron la orden de vigilar por si pasaba algún coche con fuerzas de orden público y que entonces se enteró de que se trataba del asesinato de un guardia civil y que, por no estar de acuerdo con la idea, se marchó de allí por la calle Rosario y que ya, de camino, escuchó un ruido que bien podía ser un disparo…
El impacto de la confesión de Fonfría ha sido tal que, por indicación de Rodríguez Devesa, el fiscal renuncia a interrogar a tres testigos que tiene preparados para el caso de que el desarrollo de la vista no deje claros los hechos ante los ojos del Tribunal.
Uno de esos testigos es Silvia Carretero, que permanece en el interior de un furgón desde primeras horas de la mañana, en la completa ignorancia de que a muy pocos metros de distancia se está decidiendo sobre la vida —o para ser más exactos, sobre la muerte— de su marido José Luis Sánchez Bravo, alias Hidalgo.
Tras su llegada a la Dirección General de Seguridad una semana antes, Silvia fue interrogada por Billy el Niño —»para ser del FRAP, está bastante buena… Estoy seguro de que en otras circunstancias tú y yo podríamos haber colaborado»—, quedando seguidamente incomunicada en Yeserías.
La víspera le han notificado que tiene que comparecer como testigo ante un Consejo de Guerra, sin precisarle a quién es al que juzgan.
Tras la renuncia del fiscal a sus testigos, el coronel Oñate concede un descanso de dos horas para que el propio fiscal y las defensas puedan preparar su intervención. Son las seis menos cuarto de la tarde, y Pedrito sale de estampida a llamar por teléfono a su mentor y jefe en el despacho de Gregorio Peces-Barba. Está verdaderamente consternado y se le nota a ojos vista.
— Mira, Gregorio, ha pasado esto. Resulta que han expulsado a todos los demás abogados y que luego Fonfría no solo se ha defendido, sino que ha delatado a sus compañeros…
— ¡No me digas! ¡No me digas!… Bueno, mira, procura en tu intervención disculpar a los defensores y, sobre todo, que queden intactos los demás procesados…
Tras colgar el teléfono, Pedrito se encuentra con que acaban de llegar dos oficiales del cuerpo jurídico, que han sido enviados para ayudar a los codefensores militares. Como han estado presentes en el resto de la vista, ambos piden la colaboración de Pedrito y entre los tres ofrecen una especie de cursillo acelerado de rudimentos jurídicos a los cinco comandantes a quienes ha correspondido ocupar los lugares de los abogados expulsados.
Cuando se va a reanudar la vista, Pedrito se da cuenta de que Fonfría no aparece por ninguna parte. Temiendo por su seguridad, empieza a buscar en varias dependencias hasta que ve a una pareja de policías a la puerta del urinario.
Ni corto ni perezoso, el joven abogado entra en la estancia y ve a su cliente cara a la a pared en posición bastante inequívoca.
— ¿Fonfría? ¿Te ocurre algo…?
—No, nada. Estoy bien —responde este, un tanto asombrado de que el celo profesional de su letrado le haya empujado hasta el interior de un meadero.
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A las ocho menos veinte interviene el fiscal, de forma que los observadores militares definen luego por escrito como «muy brillante». La verdad es que con el testimonio de Fonfría, Rodríguez Devesa le ha servido en bandeja el caso.
La acusación asegura en su relato que la idea de matar al teniente Pose fue de Sánchez Bravo, que García Sanz fue el autor material del hecho, que Cañaveras facilitó la escopeta, y que Concepción Tristán y María Jesús Dasca realizaron consultas encaminadas a conseguir el visto bueno del Partido para consumar el atentado, en el que además intervinieron Fonfría y un tal Manolo, aún no detenido.
De acuerdo con estos hechos, el fiscal mantiene su solicitud de cinco penas de muerte y una de treinta años de reclusión para Fonfría. Al escuchar la petición de pena capital para su hermano, Vicky Sánchez Bravo no puede contener una exclamación de angustia.
— ¡Luis!
El camarada Hidalgo trata de volverse al reconocer su voz e inmediatamente uno de los policías que tiene a sus flancos le endereza la nuca con brusquedad.
Después de muchas horas de tensión acumulada, Vicky estalla entonces en improperios. No es una persona violenta, ni mucho menos grosera, pero algo se ha ido rebelando dentro de ella al ver cómo los abogados eran expulsados uno a uno, al contemplar con rabia la traición de Fonfría, al escuchar ahora, sin más dilación, como quien resuelve un mero trámite, propone quitarle la vida a su hermano.
— ¡Cabrones! ¡Hijos de puta! ¡Fascistas! ¡Asesinos!
Vicky es expulsada de la sala y comienza el turno de las defensas con la intervención del comandante de Artillería José Alfranca Puchades, en nombre de María Jesús Dasca.
El militar niega la intervención de su patrocinada en los hechos imputados y alega que, en todo caso, habría que considerarla una mera transmisora de órdenes pero de ninguna manera autora o inductora.
Subraya que está embarazada y que solo tiene veinte años. Solicita su libre absolución o, en caso de que no se le conceda, quince años de cárcel.
El defensor de Concepción Tristán, comandante de Infantería Florentino Pradillo Lozano, también se apoya en el argumento del embarazo y en la no participación directa en los hechos, y solicita la libre absolución.
Por su parte, el comandante Pablo López Pinto mantiene que la responsabilidad de Sánchez Bravo tan solo sería como cómplice y afirma que obran en su poder certificados médicos sobre antecedentes esquizofrénicos familiares que, por afectarle también a él, deberían ser considerados como atenuantes. Solicita la absolución o, en su defecto, quince años de reclusión.
De manera muy similar, el comandante de Infantería José Gómez Sauca invoca el clima familiar —o mejor dicho la ausencia de tal— en que creció Ramón García Sanz, lo que le privó de unos cauces normales de desarrollo de su personalidad.
Afirma que Pito ignoraba contra quién iba a disparar y que actuó coaccionado en un momento de arrebato y obcecación. Pide que la pena sea de doce años y un día de reclusión.
El abogado de Cañaveras, comandante de Caballería Alfredo Beaumont, se limita a indicar que cuando su patrocinado ofreció la escopeta desconocía para qué fines iba a ser utilizada, negando así su carácter de inductor. Solicita la libre absolución.
Por último, González Gutiérrez-Barquín, a quien los colegas denominan Pedrito, critica el procedimiento sumarísimo seguido y, basándose en el escrito redactado con ayuda de Peces-Barba y Enrique Gimbernat, sostiene la inocencia de Fonfría, para quien solicita la libre absolución o en todo caso prisión menor.
Franco, con los niños de la Operación Plus Ultra, en El Pardo, después de que el Consejo de Ministros se diera por «enterado» de las penas de muerte dictadas.
Tal y como le ha indicado Gregorio, aprovecha la oportunidad para lamentar la ausencia de la sala de sus compañeros, añadiendo que está seguro de que el único interés que les ha impulsado a actuar en la forma en que lo han hecho, ha sido la mejor defensa de sus patrocinados.
La intervención de Pedrito dura casi tanto como la de los cinco militares juntos, pero lo cierto es que al final, entre los seis defensores han invertido menos de media hora en presentar sus argumentos.
Tras algunas últimas escaramuzas procesales, el Consejo de Guerra concluye a las nueve menos cinco con intervenciones de los procesados de no más de medio minuto por cabeza. Berta, Sonia, Pito, Hidalgo y Ramiro sostienen que el juicio ha sido una farsa y que estaban condenados de antemano.
Ricardo permanece en silencio, como si hubiera perdido el habla. Cuando la sala se queda vacía, las últimas palabras que resuenan entre sus paredes son los gritos desesperados de Erudina Sollas, madre de Sánchez Bravo, negándose a aceptar la realidad: «¡Que me devuelvan a mi hijo! ¡Que me devuelvan a mi hijo!».
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Mientras aguardan la decisión del Tribunal, Pedrito y los codefensores cenan en el comedor de oficiales. Rodríguez Devesa se acerca al joven abogado y le larga un piropo que él ingenuamente agradece.
— Vas a tener muy buen porvenir. Lo has hecho muy bien, muchacho…
Al cabo de un rato dando la sensación de ser el único que de verdad pincha y corta dentro del Consejo, el vocal ponente vuelve con noticias.
— Creo que no te vas a quedar contento con la sentencia.
En efecto, a Pedrito no puede gustarle la decisión del Tribunal, pues aunque a Fonfría se le ha impuesto una pena de veinte años, es decir, diez menos de lo solicitado por el fiscal, sus tesis sobre su inocencia no han prosperado y, por otra parte, siempre le quedará la duda de si alguna de las cinco condenas a muerte, implacablemente dictadas contra los demás, podían haberse evitado de no haber contado Rodríguez Devesa con tan eficaz testigo de cargo.
En el momento de ser conducido ante el tribunal, uno de los policías que le custodian tiene la ocurrencia de quitarle las gafas a Cañaveras. Miope profundo, se encuentra con una pluma, un papel y una voz que le dice: «Tú, firma ahí. Ya en el furgón, recurre a García Sanz:
— Oye, ¿qué hemos firmado?
— Yo, pena de muerte. Y supongo que tú también.
Aunque desde la declaración de Fronfría ya se imaginaba algo por el estilo, Cañaveras siente cómo le tiemblan las rodillas y no puede evitar volver a acordarse de las palabras del comisario Conesa sobre el uso del garrote vil. No puede ser, no puede ser que a él le maten a los veintiún años por algo que empezó siendo poco más que un juego.
Y entonces empiezan las cábalas mentales: vamos a ver, yo creo que nos indultarán a todos, que no se cargarán a nadie; y si se cargan a alguien, hay que descartar a las chicas, porque no se van a cargar a una mujer, y además parece que están embarazadas; luego, hay que tener en cuenta a los del otro Consejo de Guerra; no sé…, yo creo que si se cargan a alguien, será a los autores materiales; menos mal que no fui yo quien disparó, porque si se cargan a alguien, será, desde luego, seguro que sí, a los autores materiales…
Antes de llegar a Carabanchel el camarada Ramiro se da cuenta de lo poco que le importa el Eme-ele (PCE m-l) y de las ganas locas que tiene de continuar estando vivo.
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Al hacer balance del Consejo de Guerra en un informe confidencial distribuido entre las altas jerarquías militares se afirma literalmente: «Para lograr la claridad absoluta a la hora de la sentencia, resultó afortunada la detención, realizada en último lugar, de Fonfría, que al haber tenido escasa participación en los hechos, aportó, junto a su declaración, todas las pruebas que le fueron posibles. La reacción en el público y en sus compañeros aconseja que, si es posible, sea trasladado de prisión, o al menos se adopten las medidas necesarias para evitar represalias».
Esa misma noche Pedrito visita a su cliente en la prisión. Cuando le comunica la suerte de sus compañeros, Fonfría hace un gesto indescifrable elevando el codo. Se le nota profundamente abatido, pero es imposible sacarle una palabra. Cuando Pedrito le pregunta si tiene algún problema en Carabanchel, él contesta lacónicamente que no.

La periodista Oriana Fallaci ante la tumba de Ramón García Sanz, en el cementerio de Hoyo de Manzanares, en 1976.
En realidad, en ese mismo instante dentro de la comuna del FRAP se están discutiendo las represalias. Vladimiro Fernández Tovar es uno de los más indignados y hay quien propone medidas tan drásticas como matarlo, tirándolo por el hueco de la escalera. Al final, se acuerda expulsarlo de todas las actividades comunes y se comisiona a Pablo Mayoral y Fernando Sierra para comunicárselo.
— Tu actitud ha sido indigna. Parte de la responsabilidad de lo que ha ocurrido en el Consejo de Guerra es tuya…
— Estoy de acuerdo y acepto lo que hayáis decidido… Estoy muy apenado. No he dormido en toda la noche… Reconozco que he cometido un grave error…, que no debía haber colaborado con los militares.
A lo largo de la mañana, el teléfono del despacho de Gregorio Peces-Barba no deja de sonar. Llaman del despacho de Gil-Robles, llaman del despacho de Jaime Miralles. Colegas de claro talante democrático y progresista, situados, por otra parte, a años luz del FRAP y del Eme-ele, le hablan con absoluta franqueza:
— Mira, Gregorio, esto no puede ser. Esto hay que arreglarlo porque existe la sensación de que vuestro cliente ha sido un delator.
Después del mediodía llega a Conde de Xiquena Nicolás Redondo, líder de la clandestina Unión General de Trabajadores y hombre de gran prestigio dentro del PSOE, especialmente desde que el año anterior, en Suresnes, renunció a la posibilidad de convertirse en primer secretario en beneficio del joven Felipe González.
Redondo está preocupado, en primer lugar, por lo que para todos pueda suponer el endurecimiento de un régimen capaz de producir condenas a muerte de cinco en cinco y, en segundo lugar, por las consecuencias que para Pedro pueda tener el que un despacho tan caracterizado como ese haya llevado la defensa de quien ha traicionado a sus compañeros.
Tras encerrarse unos minutos con Gregorio, Redondo se lleva a comer a Pedrito, pues quiere escuchar su relato de viva voz. Al cabo de un rato, se les unen Luis Alonso Novo y el inseparable colaborador del primer secretario, Alfonso Guerra.
Pedrito les explica que, en realidad, toda la estrategia de la defensa ha estado inspirada por la mujer de Fonfría. Alfonso Guerra se muestra muy comprensivo: puesto que la familia les pidió que les defendieran, ellos han hecho lo que debían.
Días más tarde, Pedrito se enterará de que en una reunión de militantes socialistas en casa de Fernando Baeza, Guerra ha salido en su defensa con parecidos argumentos, cuando una compañera ha planteado que era impropio de un abogado del PSOE haber jugado tan penoso papel ante el Tribunal Militar.
Después de la comida, Guerra y Redondo conducen a Pedrito a la sala del Partido —camuflada bajo la apariencia de despacho jurídico— en la calle Jacometrezzo. Allí, el joven abogado queda vencido por el sueño, encima de un sofá.
En medio de la bruma, aún acierta a percibir al primer secretario Felipe González interesándose por él y a Guerra, explicándole que hay que dejarle dormir porque ha pasado toda la noche en vela entre El Goloso y Carabanchel.
Cuando se despierta, Felipe González hace delante de él un comentario que a Pedrito le sienta como un jarro de agua helada:
— La verdad, es que pasar por todo eso, para conseguir convertir una condena a treinta años en una condena a veinte años, es un poco triste. A estas alturas del proceso político en España, la diferencia entre treinta años y veinte años no significa ya nada…
(Muchos años después, Pedro González Gutiérrez-Barquín —a quien sus colegas aún llamarán Pedrito— seguirá recordando el profundo desánimo que le produjo escuchar tan premonitorias palabras).