JORGE DE ESTEBAN-EL MUNDO
El autor considera que, ante el gravísimo cuarteamiento de la unidad nacional al que nos estamos encaminando, a Pedro Sánchez sólo le quedan dos salidas: o dimitir o convocar de inmediato elecciones
LO QUE está sucediendo en España no sólo es gravísimo sino que, además, es insólito en las democracias del siglo XXI. La unidad nacional se está cuarteando a causa de los separatistas y de los neocomunistas que quieren cambiar de régimen para llevar el agua a su molino, con el agravante de que demuestran así que no han aprendido nada de la Historia, porque nunca la han estudiado. Hoy los mediocres pululan por los medios políticos, especialmente de una izquierda que parece inspirarse en Cuba y sus adláteres. Todo nos lleva a la conclusión de que cada vez es más necesaria en España una izquierda nacional que acepte la Constitución ( es decir, lo que había sido el PSOE hasta Zapatero) y que acoja a los españoles que comparten ideas progresistas.
Pero decía igualmente que asistimos en España a algo insólito, sin precedentes en la política mundial. Un político que carece de ideología definida y, sobre todo, de principios y valores, se halla ejerciendo el poder con los separatistas y neocomunistas. Pero, no nos equivoquemos, el poder quien lo ejerce realmente no es Sánchez, sino el grupo de aliados coyunturales que le apoyaron para ganar la moción de censura. Y que, a cambio de ello, van cobrando sus emolumentos de forma continua. No obstante, para concretar sus contrapartidas, digamos que los neocomunistas desean sobre todo cambiar de régimen y acabar con la Monarquía, mientras que los separatistas (por ahora catalanes y vascos, pero hay más) lo que quieren es un Estado independiente, fragmentando España. Pues bien, con esta ralea se ha aliado Sánchez a cambio de que le dejen gozar cuanto más tiempo de la parafernalia del poder.
A la vista de lo que está pasando, es claro que hay dos tipos de coaliciones: las coyunturales, que pueden hacerse con cualquier partido, incluso si no acepta la Constitución, a fin de lograr un objetivo determinado y de corta duración como la aprobación de una ley u otra medida (ya se sabe que la política hace extraños compañeros de cama); y las estructurales, que se forman con partidos afines que firman un programa de Gobierno para toda una legislatura. Ambos tipos de alianzas o coaliciones las podemos encontrar en muchos regímenes democráticos. Pero lo que nunca se había visto es esta extraña amalgama de partidos opuestos que parecía que iban a formar una alianza coyuntural para echar del poder a Rajoy y, según dijo el mismo Sánchez, convocar elecciones poco después. De lo dicho no hay nada, porque la idea de ambas partes es acabar la legislatura, aunque los motivos sean distintos.
El grupo heterodoxo desea mantener cuanto más tiempo a Sánchez en La Moncloa, porque nunca encontraran un mayordomo más dócil que se pliegue a facilitar su objetivo final. Y, por parte del presidente, qué más quiere si tiene todo lo que anhelaba, incluido su trato con los poderosos de este mundo, en parte gracias a su buena figura y a su dominio del inglés, junto a un desparpajo que maravilla, pues parece que conoce a los dirigentes extranjeros de toda la vida. Es más: parece estar orgulloso de su país porque cínicamente piensa que lo está haciendo más grande y poderoso, cuando lo que está logrando es destrozarlo. Pero es igual, él sigue con su táctica de aceptar lo que le pidan a cambio de que ahora le aprueben los Presupuestos para poder acabar la legislatura en el año 2020.
A los nacionalistas vascos les ha reconocido medidas que no se adaptan fácilmente a la Constitución y, a la vez, sigue facilitando otras para lograr lo que se dice irresponsablemente en la Disposición Transitoria sobre la posible incorporación de Navarra al País Vasco, lo que me pareció una locura y así lo escribí en el año 1978. En cuanto a los separatistas catalanes, siguen con la idea de hacer visible que en las reuniones de Sánchez con Torra son dos Gobiernos de naciones diferentes los que negocian, en lugar de encuentros del presidente del Gobierno de España con un mero presidente de una región española. Es más: ahora han sacado a la luz pública las 21 majaderías con las que parece que los independentistas van a cambiar el mundo.
Podemos agrupar tales reivindicaciones en varios grupos. El primero se refiere a lograr la independencia de Cataluña, para lo cual se dice que «no se puede gobernar contra Cataluña», naturalmente aunque los dirigentes catalanes violen la Constitución, es decir, se prohíbe usar el artículo 155. A continuación, sin ambages, reclaman el derecho de autodeterminación que «se ha de hacer efectivo». Claro que para eso hay una pequeña pega: es necesario primero reformar la Constitución y, si no se puede, no cabe sino adaptarse a los artículos 8, 116 y 155. Es decir, se empeñan en pedir algo que este presidente-títere no puede conceder. Pero, por si acaso, exigen en el punto 3 una mediación «internacional», medida que ha causado un revuelo de tal envergadura que ha obligado a la vicepresidenta Calvo a cantiflear primero para disimular la idea de que estamos ante un conflicto entre dos Estados y a jugar ayer a modo de un tahúr con el asunto del relator en vista de la enorme indignación desatada y que amenazaba con crear un cisma en el propio PSOE.
El segundo grupo de naderías se refiere a los «abusos policiales» que ha sufrido Cataluña, así como a los ataques a los derechos humanos –de los continuos agravios que sufren los catalanes no separatistas no se dice nada–. El tercer grupo, dicho de forma sibilina, se refiere al respeto a la separación de poderes y a «superarse la vía judicial, que ha de abandonarse»; es decir, se pide que pongan en la calle a los presuntos golpistas encarcelados cuando va comenzar el juicio en el Tribunal Supremo. Ya conocemos algunas argucias realizadas por nuestro presidente en este sentido.
Un cuarto grupo se refiere a que Cataluña está invadida por el franquismo, aunque tal vez por eso el régimen actual sea claramente totalitario. Y un último grupo mezcla tres cuestiones paradójicas, haciendo gala de que los separatistas son los que mandan hoy en nuestro país, puesto que, en plan altruista, recomiendan que «debe mejorarse la calidad democrática de España» y «frenarse el deterioro de su imagen internacional», lo cual tiene gracia porque es por los separatistas catalanes por lo que España ha perdido parte de su prestigio. Por otra parte, el mismo Conde Drácula se alegraría por lo que llaman, en el punto 21, «hacer efectiva una política de fosas comunes». Y, finalmente, en el punto 7 se afirma un «Compromiso por la ética en la política», que exigiría un desarrollo posterior. Nada más apropiado en estos momentos para unos y para otros.
En este sentido, las cartas están echadas y se deben tener en cuenta las advertencias de Max Weber cuando distingue entre los que se meten en política para hacer cosas en beneficio de la sociedad y los que entran para vivir de ella. No hace falta decir en qué grupo se encuentra Sánchez. Pero hay más, porque el gran sociólogo alemán señalaba que para ejercer el poder, que consiste en la capacidad para influir en los hombres, es necesario entrar «en el terreno de la ética, pues es a ésta a la que corresponde determinar qué clase de hombre hay que ser para tener derecho a poner la mano en la rueda de la Historia». Desgraciadamente, ya sabemos qué tipo de político es el actual presidente, porque lo primero que se debe constatar es que no gobierna él, sino, como he dicho, los neocomunistas y separatistas, encabezados por el prófugo de Waterloo. Sánchez sólo se sostiene gracias al hilo típico de las marionetas que, en cualquier momento, puede romperse.
TRAS LOS últimos acontecimientos, el presidente sólo tiene dos salidas que son ya un clamor popular: dimitir o convocar elecciones, porque no ha cometido una traición, sino bastantes más. Ha traicionado a la Universidad, con un título de Doctor bajo sospecha. Ha traicionado el derecho de la propiedad intelectual publicando un libro que no difícilmente puede haber escrito. Ha traicionado la objetividad del CIS, nombrando a un sociólogo orgánico que pretendía dirigir las encuestas siendo miembro de la Ejecutiva del PSOE. Ha traicionado al Parlamento abusando de los Decretos-Leyes y suprimiendo toda actividad legislativa. Ha traicionado al juez Llarena dejándole desamparado tras su magnífico auto. Ha traicionado al Tribunal Supremo, antes de que dicte su sentencia sobre los golpistas, porque ya parece especular con posibles indultos. Ha traicionado continuamente a los españoles, porque miente sin parar, diciendo una cosa y la contraria. Ha traicionado a su partido porque hace años escondió una urna detrás de un biombo para que le favoreciese. Ha traicionado nuevamente a su partido, como opinan muchos barones, incluidos personajes de la talla de Felipe González y de Alfonso Guerra, como se deduce de su último e interesante libro. Y, ¿para qué seguir? Lo que es evidente es que está contribuyendo a la fragmentación de España con su política de subordinación a los separatistas catalanes.
Ahora bien, el actual Código Penal no incluye en su Título XXIII un delito de traición que se le pueda aplicar, porque se refiere a la traición que pueda cometer un español para contribuir a la guerra, que facilite al enemigo información clasificada o que comprometa la paz o la seguridad del Estado. Pero ello no significa que, como ya he dicho varias veces, no se le pueda aplicar el artículo 102.2 de la Constitución, aunque no exista la mayoría absoluta para su triunfo. Pero es igual, porque la cuarta parte de los diputados pueden denunciar el hecho y abrir un debate que tendría una enorme repercusión internacional para desenmascarar al traidor de La Moncloa. Mañana lo demostrarán los españoles de todas las ideologías en la Plaza de Colón.
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.