MIQUEL ESCUDERO-EL CORREO

  • El talón de Aquiles de las democracias es que los ciudadanos, pudiendo exigir explicaciones a la autoridad, se desentiendan

La Historia es un catálogo de lecciones sobre la realidad que no llegamos a vivir, se podría decir que nos introduce en una realidad virtual que a menudo es artificiosa, porque se manipula a conciencia. También la historia reciente (la Segunda Guerra Mundial lo es, en el contexto de la Humanidad) nos depara curiosas anécdotas que ignoramos. No es posible saberlo todo, tampoco es necesario, pero algunas de ellas permiten interpretar mejor lo que pasa a nuestro alrededor. Traición, castigo y descuido.

Hablemos de William Joyce. Nació en Nueva York, en 1906, y tenía tres años cuando llegó a Irlanda con sus padres. En 1933 se adhirió a la Unión de Fascistas Británicos. Años después confesó que al no querer «desempeñar el papel de objetor de conciencia», al comenzar la guerra decidió abandonar Inglaterra. Sucedió que, recién renovado su pasaporte inglés, se fue a Alemania como británico y no hizo uso del pasaporte estadounidense. Ambas cosas le perdieron y dictaminarían su muerte por traidor.

En 1940 obtuvo la nacionalidad alemana. Adquirió renombre al transmitir desde Alemania un boletín radiado animando a los británicos a rendirse a Hitler. Su voz, áspera y sonora, transmitía descaro y convencimiento. Era mordaz y hábil para remachar ideas en la mente de la multitud. En mayo de 1945 fue detenido y declaró que siempre mantuvo alguna esperanza en lograr un entendimiento anglogermano.

A veces, una línea tenue separa la lealtad a unas ideas de la traición tribal. Si hubiera utilizado el pasaporte del que era titular por nacimiento, «ningún poder terrenal habría podido tocarle un pelo», escribió Rebecca West en el excelente libro ‘El significado de la traición’ (Reino de Redonda). Esta autora, conocida por un pseudónimo tomado de una obra de teatro de Ibsen, cubrió su juicio para ‘The New Yorker’ y dio cumplida cuenta de aquel fenómeno. A propósito de este libro, Juan Benet escribió que ‘el espía son dos’, una pareja: «Un espía que procede del campo adversario y un traidor salido del campo propio».

Ya en Inglaterra, cuatro meses después de ser detenido, Joyce fue reo en un proceso de traición a Reino Unido. Y cuatro meses más tarde fue ejecutado en la horca. Su verdugo, ‘un hombre firme y con buenas manos’, tenía unos 40 años. Hijo y sobrino de verdugos, se llamaba Albert Pierrepoint y su vida ha sido pasada al cine. Se hartó de ejecutar a centenares de condenados por traición o por lo que fuera. Uno de ellos fue John Amery, un joven británico de buena posición y de ascendencia judía. Con 24 años emigró a Francia y prestó sus servicios al régimen de Vichy. Colaboró con los nazis en el empeño de encuadrar a prisioneros ingleses en las fuerzas del III Reich. Su juicio duró exactamente 8 minutos, pues se declaró culpable de todos los cargos y no buscó subterfugio alguno. Fue ahorcado con 33 años.

West fijaba la razón de ser de las traiciones en el instinto de pervivir, que «cambia la lealtad para adaptarse a las cambiantes amenazas del entorno». En cambio, la deslealtad era vista como un deber estratégico comunista; solo había que ser leal al partido. De este modo, promotores de engaños y desconfianzas, el PC inglés daba a entender que «solo los comunistas estaban pensando de verdad en la seguridad de la población». De hecho, soviéticos y nazis compartían la consigna de que la ‘objetividad’ era un vicio molesto a sus intereses, así que ‘razonaban’ como mejor les convenía en cada ocasión. No dudaban al engañar y mentir.

El talón de Aquiles de las democracias es que los ciudadanos, pudiendo exigir explicaciones a la autoridad, no ejerzan de tales y callen y se desentiendan. Por el contrario, en las dictaduras y sistemas totalitarios, los ciudadanos son meros súbditos y no se les permite salirse del papel que les está asignado; en todo caso, no deben molestar so pena de represalias. Gobernar, afirmaba Rebecca West, se vuelve una tarea imposible si los gobiernos sospechan de los gobernados y los fastidian con normativas restrictivas, y si los gobernados se desentienden de la cosa pública, al sospechar del gobierno y de la ley.

Hubo ‘traidores’ políticos a Reino Unido que tuvieron obediencia soviética y salieron mejor parados que los de obediencia nazi, salvándose del verdugo. Por un tiempo aliados de los nazis, los soviéticos -igualmente totalitarios- resultaron vencedores de la Segunda Guerra Mundial y acabaron como aliados de las democracias. Así fue posible «presentar a los espías científicos de filiación comunista como visionarios altruistas que entregaban secretos a otras potencias solo porque eran científicos y deseaban que sus colegas científicos se beneficiasen de sus descubrimientos». Fue el caso de Klaus Fuchs o de Alan Nunn May. Su traición era estafar y participar en una conspiración organizada contra la libertad de los ciudadanos de elegir su modo de vida.