Olatz Barriuso-El Correo
La nueva coyuntura política derivada de la cohorte variopinta de socios que sostienen a Pedro Sánchez sin que pueda fallar uno -he ahí la novedad- está deparando un atropellado caudal de acontecimientos que se explican, sobre todo, por la cercanía de las elecciones en Euskadi y Cataluña y por la necesidad de sacar cabeza de quienes las afrontan a la baja. Es el caso del PNV -que viene de encadenar dos malos resultados en mayo y julio, muy castigado por la abstención- y de Junts, que, según el barómetro de la Generalitat, podría perder hasta trece escaños de los 32 que obtuvo en 2021. Está por ver si el acuerdo con Sánchez para amnistiar el ‘procés’ -la encuesta se hizo en plenas negociaciones- mejora las expectativas de Puigdemont, pero, de momento, es el PSC el que sale victorioso.
Tan brumoso panorama, unido a la competencia frontal del otro bloque de socios (ERC y Bildu), amenaza con multiplicar los golpes de pecho, advertencias, chantajes, ‘performances’, amagos de ruptura y declaraciones grandilocuentes hasta el infinito.
La pinza PNV-Junts, que se oficializó con la foto de un sonriente Ortuzar en Waterloo tras la ruptura amarga que supuso el 1-O, empezó a funcionar ya ayer, sin que hubieran pasado ni siete horas desde que el presidente prometió el cargo. Los junteros decidieron registrar ayer las comisiones de investigación sobre los atentados yihadistas de Barcelona y la ‘policía patriótica’ del PP con los jeltzales y sin contar con ERC ni con el PSOE, a pesar de que la constitución de ambos órganos es uno de los primeros plazos, ya convenido, del pago a Puigdemont.
La iniciativa ilustra la guerra de bloques en el bloque sanchista (éramos pocos…), el infierno diario que le aguarda a Sánchez y el tenor de los debates que nos esperan a los demás esta legislatura: la batalla contra el ‘deep state’ en plena crisis de precios. Subiendo la apuesta, el lehendakari esgrimió una curiosa teoría jurídica según la cual la ley de amnistía sienta precedente y permite abordar todo aquello que no está expresamente prohibido en la Constitución. No hace falta explicar las inquietantes implicaciones de tomarse eso al pie de la letra, pero sí lo que pretendía un lehendakari que está tardando en ser proclamado candidato y reclama su cuota de protagonismo: sacar a pasear de nuevo el referéndum.
La trampa dialéctica no sólo estriba en que hablara del referéndum sin llamarlo por su nombre, sino «nuevos cauces de expresión a las voluntades sociales mayoritarias en relación al futuro político de nuestro país». Circunloquios al margen, el truco está en que el plebiscito del que habla -que sería en todo caso acordado con el Gobierno, como dejó claro al sacarle a Bildu la ponencia política en la que reivindican la unilateralidad- sólo se produciría como ratificación de un acuerdo previo en el Parlamento vasco. Efectivamente, el impulso al nuevo estatus que figura en el acuerdo del PNV con Sánchez tiene truco porque pone como condición previa que se alcance primero un acuerdo en la Cámara autonómica que lleva cuatro años dormido y no tiene pinta de reactivarse. ¿Se acuerdan de la convención constitucional que hizo correr ríos de tinta? Pues eso.