RUBéN AMóN-EL CONFIDENCIAL
Los candidatos al 10-N son los mismos, pero quieren demostrarse diferentes en un sospechoso ejercicio de travestismo
El cartel electoral del 10-N es idéntico al del 28-A con la única excepción de Íñigo Errejón, pero se diría que los aspirantes a la Moncloa han incurrido en la coreografía de la transformación o del transformismo. Necesitan demostrarse diferentes. Y exigen a los votantes un ejercicio de credulidad como remedio a la abstención y como estrategia de un trasvase de papeletas que convierte a Ciudadanos en el partido más vulnerable.
Pedro Sánchez, El Patriota
El manual de resistencia del líder socialista requiere instinto, oportunismo y amnesia. De otro modo no se explica el énfasis patriótico del lema electoral: Ahora Gobierno, ahora España. El eslogan tanto simboliza la provisionalidad del sanchismo —ahora— como anticipa el impacto político y electoral de la sentencia del Supremo. Sánchez abjura de la plurinacionalidad para convertirse en Mariana Pineda. Y reviste su estrategia de responsabilidad institucional. El presidente del Gobierno en funciones enfatiza su papel de estadista y se demuestra guardián o exégeta del 155. El ardid irrita a las huestes del PSC en la propia ambigüedad de los socialistas catalanes, pero Sánchez antepone el criterio mesetario y el objetivo de comerse a Ciudadanos: en Cataluña y fuera de Cataluña.
Pablo Casado, El Centrado
La transformación física de Casado —la barba— ha sido premonitoria del giro estratégico. Una imagen que destrona al líder adolescente y que predispone un discurso centrado y centrista. Era Casado el mejor agente blanqueador de Vox, hasta el extremo de haber exagerado el discurso del populismo, el patrioterismo y la confesionalidad, pero la campaña moderada del 10-N sobrentiende que fue un error desfigurar el PP en la derecha de la derecha. Y que no fue un acierto purgar el partido en beneficio de fichajes extravagantes.
Casado parece consciente de los votos que puede disputarle a Ciudadanos, como parece serlo del trasvase de arrepentidos que pueden regresar a Génova después del desengaño de Abascal. El PP tiene delante un escenario de victoria. No porque vaya a sobrepasar al PSOE, pero la remontada —de 66 diputados a la expectativa del centenar— garantiza a Casado el liderazgo de la oposición y le convierte en actor determinante de la investidura.
Albert Rivera, El Posibilista
El dogma del ‘No es no’ a Sánchez se ha convertido en la fórmula adaptativa del ‘Por qué no’ o del ‘Depende’. Ha crecido Ciudadanos en el antagonismo al sanchismo, pero el fundamentalismo de Rivera tanto provocó una fuga de talentos como desconcertó a su propio electorado: el acuerdo con Sánchez hubiera prevenido a la patria del pacto con el populismo y del chantaje soberanista. El líder naranja ha rectificado. Y ha regresado a la noción de la bisagra. Los pactos autonómicos y municipales con el PP se han demostrado negligentes. No ya porque Cs contradice el discurso de la regeneración en las comunidades de Madrid y Castilla y León, sino porque ha asumido una posición gregaria.
Consciente de la angustia electoral. Rivera no habla ahora de acuerdos de legislatura, sino de pactos de Estado. Una megalomanía que encubre la feroz adversidad de las encuestas. El cambio de Ciudadanos es probablemente el adecuado —moderar a Sánchez, entronizar a Casado—, pero desafía la credulidad de sus votantes. Que son los menos ideologizados.
Pablo Iglesias, El Antisocialista
Dos veces ha impedido Pablo Iglesias la investidura de Sánchez, aunque la última es la más grave porque declinó una vicepresidencia, tres ministerios, una coalición de Gobierno y un acceso VIP en los consejos monclovitas de los viernes.
Los votantes de Iglesias cada vez son más militantes y cada vez son menos, de forma que Unidas Podemos se ha convertido en el partido antisocialista obrero español. Puede entenderse así el proceso de jibarización que amenaza al conglomerado morado, más todavía cuando la dialéctica del antagonismo ha incorporado el efecto desequilibrante de Errejón.
El submarino de Sánchez percute en la moral y el cuerpo electoral de Iglesias, pero también representa una amenaza a la propia izquierda. Porque la divide. Porque malogra muchos votos. Y porque va a terminar dañando al PSOE con las viejas tradiciones de la endogamia.
Santiago Abascal, El Desacomplejado
Se ha quedado solo Santi Abascal en la plaza de Colón, abrumado por la ventolera del banderón rojigualdo. Y se ha liberado así del decoro institucional que le exigía la vigilancia del PP y de Ciudadanos. El partido Abascal explora más espacio en la ultraderecha, si lo hubiera, y conforta las pulsiones del electorado más radical. No ya con la obscenidad que supuso el abrazo a Salvini en Roma —tenían que haberse retratado en el balcón de la Plaza de Venecia—, sino con la implicación en la defensa de la momia de Franco.
Simpatiza Abascal con el nacional-catolicismo, pero no descuida la psicosis migratoria, la xenofobia ni el autoritarismo. Se agradece la sinceridad. Y no está claro que la testosterona vaya a proporcionarle más diputados, sino menos. Las elecciones de abril fueron un ejercicio de realidad. Y las de noviembre no se celebran el 20, sino el 10.