Transición

JON JUARISTI, ABC 07/04/13

· El auge de los nacionalismos y el descrédito de la política son manifestaciones de la radicalización de una misma clase media.

Amediados de los ochenta del pasado siglo, en México, fui testigo del único caso que, creía entonces, me sería dado presenciar en vida de lo que en el discurso de la izquierda se llamaba «proletarización de la pequeña y media burguesía».

Ocurrió en cuestión de meses, sin burbujas inmobiliarias ni crisis financieras, aunque con una deuda nacional por las nubes y en medio de una corrupción de la casta política tan ubicua y arraigada que hasta los más críticos del régimen creían innecesario mencionarla. Bastó la nacionalización de los depósitos bancarios, al final del sexenio de López Portillo, para hundir a la clase media en la pobreza. Recuerdo, entre otros síntomas del desmoronamiento, la proliferación súbita del pluriempleo y la rapidez con que se perdió el pudor para la queja privada. Los individuos de clase media son reacios a lamentarse ante sus iguales, porque las apariencias constituyen lo fundamental de su capital simbólico. Mantienen la superstición de que los signos externos de prosperidad, aunque no correspondan a nada real, son imprescindibles para conseguir crédito social y, si se tercia, financiero. En el mundo hispánico este prejuicio se remonta al hidalgo del Lazarillo, y si no hubiera resistido hasta nuestros días, no tendríamos las novelas de Pérez Galdós ni el desplome hipotecario, porque lo que en castizo se llama necesidad de aparentar ha sido el verdadero motor del desarrollo económico español.

Hace treinta años, la clase media mexicana no difería gran cosa de la española en su naturaleza ni en su cultura, pero, al contrario que ésta, no era imprescindible para la supervivencia del régimen político. Su peso demográfico era mucho menor, y no tomó la vía de la radicalización, que la habría enfrentado con un PRI todavía compacto y sostenido por su central sindical simbiótica (CTM), encabezada por el eterno Fidel Velázquez. Se limitó a esperar resignadamente mejores tiempos mientras iba cuajando la alternativa que haría posible la transición, el PAN.

La clase media española de hoy se parece a la mexicana de entonces en su acelerado empobrecimiento y en su creciente tendencia a la queja, tanto privada como pública, pero no en el pluriempleo, para el que no se dan las mínimas condiciones, ni en la resignación (favorecida en el México de los ochenta por la posibilidad del pluriempleo). Se está produciendo en España una radicalización de la clase media perceptible en dos fenómenos que solamente en superficie parecen desconectados: el descrédito de la casta política y el auge de los nacionalismos. En realidad, la relación entre ambos es muy estrecha. El ascenso de la izquierda abert

zale en el caso vasco y del independentismo en el catalán son manifestaciones de la misma crisis social que mina el apoyo mesocrático a los dos partidos mayoritarios. Allí donde existen plataformas políticas que permiten ejercer una oposición frontal al Estado, la clase media acude en masa a su convocatoria. Donde no las hay, se alejan de la política para denigrarla.

En el México de hace treinta años, la impugnación al sistema era nula. El zapatismo no había hecho aún su aparición, pero la alternativa al régimen comenzaba a asomar en los estados del norte. En la España actual, la situación es precisamente la contraria. No hay una alternativa que tercie entre el partido del Gobierno y el principal partido de la oposición, mientras los focos antisistema se multiplican, alimentados por los detritos de lo que hasta tiempos recientes fue el zócalo social de la democracia. Urge una transición política para reconstruirlo antes de que se venga abajo definitivamente.

JON JUARISTI, ABC 07/04/13