EL DEBATE de los candidatos socialistas habrá sido útil para los ciudadanos. Para los militantes de ese partido habrá sido un nuevo motivo de vergüenza. Los ciudadanos habrán vislumbrado el grave problema español que supondría que cualquiera de ellos llegara al Gobierno, obligatoriamente apoyados, además, en el nacional populismo. Incluso el más alienado de los militantes pensará exactamente lo mismo. Los candidatos exhibieron con claridad su incompetencia y su manejo experto de la demagogia; y en su lenguaje respecto al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y al Partido Popular –«manzana podrida de la democracia», «partido tóxico e infame»– dejaron en evidencia su elegante catadura moral. Y su acompasamiento: el ex ministro socialista Emmanuel Macron anunciaba, mientras tanto, que elegía de primer ministro a un dirigente de Los Republicanos.
Sin embargo, y más allá de las penosas condiciones de los participantes, la discusión reveló crudamente para qué sirven las primarias. En Occidente cualquier debate electoral entre partidos concreta la dificultad de elaborar programas de gobierno realmente alternativos. La derecha y la izquierda comparten innumerables decisiones de fondo políticas, económicas y culturales que no en vano han dado lugar a la llamada era del consenso. Y que son una de las razones, por cierto, del relativo éxito propagandístico de los populismos: por fin hay alguien que dice cosas distintas; aunque, desde luego, las posibilidades de que luego haga lo que dice sean escasas o nulas. La similitud obliga a los candidatos a presidir el Gobierno a la sobreactuación o a marcar territorio en esquinas llamativas, pero alejadas del centro de los problemas. Difícilmente la paradójica síntesis entre coincidencia práctica y algarada verbal apea al ciudadano de la sospecha que lo que se dirime entre unos políticos y otros no es qué hacer con el poder, sino el poder mismo. Cuando la pugna, en la que se usan retóricas y procesos mediáticos ya idénticos a los de las elecciones convencionales, se traslada al interior de cada uno de los partidos, es aún más complicado distinguir. Susana Díaz, Patxi López y Pedro Sánchez piensan lo mismo en todo, con la excepción del nombre de la persona que debe hacerse cargo del todo.
La consecuencia es que los tres mantuvieron una obscena discusión sobre el poder, siempre enrojecedora y a veces insoportable. Ésa fue, es y será toda la transparencia que se asocia bovinamente a las primarias.