Iván Igartua-El Correo

Catedrático de Filología Eslava UPV/EHU

  • Putin necesita la agitación militar permanente para mantener prietas las filas. Moscú maniobra para distraer, pero solo espera la rendición de Ucrania

En los más de tres años de guerra que Europa lleva soportando en su seno, apenas ha habido oportunidades diplomáticas para detener la sangría de soldados y civiles causada por la invasión rusa de Ucrania. En estas condiciones, el encuentro de Estambul parecía llamado a paliar al menos parcialmente la situación, pero salta a la vista que se ha quedado en un mal simulacro, que es lo que a buen seguro buscaba el Kremlin ya desde el momento en que se descolgó con la propuesta.

Una iniciativa viciada en origen, puesto que trataba en el fondo de contrarrestar la presión occidental para detener la guerra y seguir así ganando tiempo, aunque no estuviera, por otro lado, exenta de riesgos para Putin, como cazó al vuelo el presidente ucraniano al retar a una reunión cara a cara al principal responsable de la agresión a su país. Con todo, era muy improbable que alguien que tacha a Zelenski de presidente ilegítimo se aviniera a verse y negociar a solas con él; semejante decisión habría puesto en tela de juicio gran parte de su estrategia descalificadora y belicista.

De manera que el mundo se queda por ahora sin un mínimo horizonte de paz para uno de los conflictos más bárbaros a los que está asistiendo, sin olvidar las masacres primero en Israel y ahora en Gaza a las que ha conducido la despiadada pugna entre Hamás y el Gobierno israelí. Pero es que, para la posición oficial rusa, sostener el pulso bélico tiene toda su lógica. Lo ha señalado recientemente Mijaíl Shishkin, escritor ruso exiliado: un régimen totalitario no puede existir sin guerra. La agitación militar permanente contra un enemigo externo es necesaria para mantener prietas las filas en el interior y evitar a la vez la desbandada civil, pese a que muchos ciudadanos hayan optado ya hace tiempo por el exilio una vez constatadas las nulas opciones de alterar, al menos en un plazo razonable de tiempo, el rumbo del país.

La expatriación de los más válidos, sumada al amordazamiento y la aniquilación de toda oposición política real, ha desbrozado en Rusia el camino que lleva directo a la opresión como único régimen posible (la no libertad o ‘unfreedom’ sobre la que ha teorizado el historiador Timothy Snyder). La supervivencia de la tiranía depende íntegramente del éxito de esas medidas. Solo los vaivenes de la economía podrían hacerla peligrar, pero hasta la fecha no parece que su influencia haya sido en modo alguno decisiva.

La invasión rusa de Ucrania, operación que la ingenuidad europea apenas pudo imaginar hasta el día en que las tropas del ejército ruso empezaron a amenazar la frontera ucraniana en varios de sus puntos, ha modificado brutalmente nuestra perspectiva sobre la dinámica de las relaciones internacionales, trayéndola de golpe a la realidad que imponen sobre el terreno las aspiraciones neoimperialistas del Kremlin. Lo perciben mejor, qué duda cabe, quienes sienten en el cogote el hálito del vecino voraz y por ello reclaman el respaldo y la solidaridad de las naciones que tienen la fortuna geográfica de vivir en zonas más alejadas.

Una solidaridad que se traduce, guste o no, en el rearme del conjunto de Europa frente a la amenaza palpable. Porque ni el desgaste acumulado en el frente ni la terrible ratio entre el esfuerzo empleado y los logros obtenidos en el campo de batalla van a frenar de momento las embestidas rusas. Las víctimas entre sus filas, que se cuentan por cientos de miles, nunca han preocupado a Moscú (ya declaró Putin una vez que las mujeres rusas seguirán pariendo soldados para la patria). En cambio, a Zelenski y otros líderes ucranianos, como Vitali Klichkó, alcalde de Kiev, sí parece importarles su gente y, llegado el caso, como alguno ya anticipó, podrían estar dispuestos a concesiones y sacrificios que en el bando ruso serían impensables.

Mientras tanto, en el Kremlin siguen apelando a las razones «profundas» del problema. A saber: las expectativas ucranianas de ingresar algún día en la OTAN, pero sobre todo la mera existencia de Ucrania como país independiente -a todos los efectos- de Rusia. Con tales premisas, es de prever que la delegación rusa en futuras conversaciones espere una única respuesta de Kiev: su rendición. Algo que, en lo que afecta al territorio, equivaldría al reconocimiento de la soberanía rusa sobre todas las regiones ocupadas por su ejército, incluida desde luego Crimea (que, a decir verdad, Ucrania dio hace años por perdida). O disminuye esa clase de exigencias, o la negociación será tarea imposible, como sabe y desea el Gobierno ruso (y por ahora consiente Trump). De ahí que sigan maniobrando para distraer y, en esencia, marear la perdiz, negándose a negociar en serio, pero sin decirlo.

Cuentan que Laertes, padre de Ulises, se retiró del poder cuando se vio incapaz de garantizar las dos cosas esenciales que se le suponían a un rey en la Grecia antigua: saber imponerse con la fuerza en la guerra y con justicia en la paz. El zar ruso de nuestros días está lejos de conseguir lo primero y ni siquiera concibe lo segundo. Pero no se irá. No lo verán mis ojos.