Se discute estos días si el procés está muerto o vivo. En el Partido Popular las dos tesis se proclaman simultáneamente, la primera, la fúnebre, en Barcelona, la segunda, la agorera, en Madrid. Probablemente la verdad esté en el tibio término medio, el procés está malherido, pero no exánime. En cualquier caso, es un debate estéril, porque lo que importa no es si esta manifestación concreta del veneno nacionalista ha llegado a su fin o todavía colea, lo relevante es si el marco mental que lo ha sustentado y lo sustenta, es decir, el culto idolátrico a la identidad -étnica, lingüística, religiosa- como elemento movilizador de masas embrutecidas, sigue señoreando Cataluña o puede desaparecer en el futuro a fuerza de racionalidad, educación ilustrada, exigencia moral y respeto a los derechos fundamentales de los ciudadanos libres e iguales en una democracia digna de tal nombre. Los dos principales partidos nacionales nunca han entendido la verdadera naturaleza del nacionalismo identitario, su intrínseca perversidad, su sed insaciable de sangre, su desprecio por los que define como inferiores con absoluta marginación de valores universales como la libertad, la igualdad, la justicia o la solidaridad, sacrificados en el altar nauseabundo de la autosatisfacción tribal.
Ninguna de las sucesivas direcciones del PP ni del PSOE ha tratado al separatismo catalán ni, dicho sea de paso, al vasco, como merece una mala hierba, ser arrancada cada vez que asoma en su recurrente aparición invocada por circunstancias históricas desfavorables y encarnada por líderes mesiánicos en los que concurren en grados diversos según el lugar y la ocasión el fanatismo, la elocuencia, la ambición de poder o la codicia. Ahora Salvador Illa, no Puigdemont o Junqueras, Illa, resucita a Pujol, ese receptor nunca colmado de mordidas y comisiones, como padre de la patria catalana, demostrando una vez más que el virus nacionalista ha infectado al conjunto de la clase política española.
Los partidos presentes en el Parlament se engolfarán en sus enfrentamientos maniqueos, vetos cruzados e intereses espurios, entre los que destaca por encima de todo la voluntad de Pedro Sánchez de seguir en La Moncloa
Nunca me cansaré de repetir que al nacionalismo no se le neutraliza con otro nacionalismo, de la misma forma que no se combate al fuego con el fuego, sino con una alternativa ideológica amasada con los componentes básicos de la civilización occidental, la filosofía griega, el derecho romano, el humanismo cristiano, las Luces y el método científico. Cuando una doctrina política es aberrante porque ignora la naturaleza humana, como hace el comunismo, o la degrada hasta devolverla al instinto ciego del cazador-recolector, como consigue el nacionalismo, no se la incorpora al juego democrático normal aceptando tácitamente sus deletéreas premisas, se la combate sin cuartel en el campo de las ideas y en las urnas hasta extirparla del cuerpo social. Dicho de forma más prosaica, no se le permite el acceso ni a las instituciones ni al presupuesto ni por supuesto a las aulas escolares o a la televisión. Si, por el contrario, se le facilitan todas las herramientas para que siembre la sociedad con su maligna semilla de división, de discriminación, de rencor, de falsos agravios y de imposiciones totalitarias, se llega a la situación en la que hoy se encuentra España, al borde de la fragmentación en una gavilla de taifas ajenas u hostiles entre sí.
Un gobierno en solitario de la opción más votada
¿Cuál sería la solución al actual embrollo catalán que representaría un avance hacia la pacificación de una colectividad partida en dos, la reversión de su declive económico y la compatibilidad fecunda de las condiciones de catalán y español? Obviamente un gobierno en solitario de la opción más votada, que afortunadamente no es separatista, con el apoyo de los grupos parlamentarios comprometidos con el orden constitucional, el imperio de la ley y la unidad de la Nación cívica, tras el acuerdo de un programa sensato que conduzca a la reconciliación de los catalanes entre sí y con la matriz española común y que fomente la creación y crecimiento de las empresas, una educación de calidad y una convivencia armoniosa de la diversidad cultural y lingüística que caracteriza al ser catalán.
Por supuesto, no se hará nada de eso, los partidos presentes en el Parlament se engolfarán en sus enfrentamientos maniqueos, vetos cruzados e intereses espurios, entre los que destaca por encima de todo la voluntad de Pedro Sánchez de seguir en La Moncloa. La patología identitaria continuará pujante y enfrascada en la preparación del próximo arreón contra la Constitución y el legado de la Transición. El giro monótono, fatigoso y frustrante de la noria nacionalista no se detendrá mientras los que tienen la capacidad de pararlo no despierten y sean por fin conscientes de su esencia tóxica y de su terrible poder destructor.